Hace un mes justo que se estaba celebrando en Lima la vigésima Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático. Probablemente a día de hoy ya sean pocos los que se acuerdan de dicha Convención. No sé si después de tantos años estas conferencias no se habrán convertido en meras reuniones de entretenimiento de alto nivel. Siempre han tratado de vendernos la última como la definitiva y la más importante. Al poco tiempo se empieza a hablar de fracaso estrepitoso en los medios de comunicación.

Tampoco sé si harán falta otros veinte años más de cumbres hasta que los gobiernos se tomen en serio esta grave responsabilidad ética y moral que está suponiendo el calentamiento global; un problema de tal magnitud que exige una respuesta colectiva porque desde hace tiempo afecta a toda la humanidad, particularmente a los más pobres del planeta. Y no digamos el cuadro de horrores pronosticado por los especialistas para las generaciones futuras. Estas "fiestas de la espuma" anualmente celebradas en distintos países siguen limitándose a nadar en la superficie de los problemas; es decir, los abordan desde una visión puramente economicista de la realidad, debatiéndose casi solamente sobre si el empleo de estos o aquellos recursos resultan económicos o antieconómicos para los gobiernos de las naciones.

En este asunto el papa Francisco, como en tantos otros, ha vuelto a poner el dedo en la llaga a juzgar por el mensaje que envió a la citada Conferencia sobre el Cambio Climático. En dicho texto denuncia que las consecuencias de los cambios ambientales nos recuerdan la gravedad de la incuria y de la inacción; que el tiempo para encontrar soluciones globales se está agotando; que existe "un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar"; que "la lucha eficaz contra el calentamiento global será posible únicamente con una responsable respuesta colectiva, que supere intereses y comportamientos particulares y se desarrolle libre de presiones políticas y económicas". Asimismo, pide "una respuesta colectiva que sea también capaz de superar actitudes de desconfianza" y "promover una cultura de la solidaridad, del encuentro y el diálogo, capaz de mostrar la responsabilidad de proteger el planeta y la familia humana".

Personalmente no pierdo la esperanza de que pronto estos mandatarios practicantes de una ecología de moqueta empiecen a profundizar y dialogar en el planteamiento de las cuestiones fundamentales: quién es el ser humano, qué sentido tiene el mundo y si estamos dispuestos a transformar esta cultura depredadora e insolidaria por otra sustentada en los valores de la justicia, la equidad y el respeto al hogar común.