Hoy siento más mi orfandad que nunca, aunque sienta su presencia más cercana.

Tal vez fuera una noche como esta lluviosa y fría, o fuera una noche serena en las que duele más la muerte, porque solo se debería uno morir en invierno y en noches tenebrosas propicias para el espanto y el dolor y el miedo.

No recuerdo nada aunque quiera hurgar en el armario de mi memoria. Es como si ésta me hubiese hecho el favor de borrar el pasado.

Tengo una imagen borrosa de una cama y sobre ella una figura que debería de ser el cadáver de mi padre.

Cierro los ojos para ir más abajo, par escarbar más profundamente, para recordarlo con toda nitidez, pero solo encuentro lo que se me antoja producto de la imaginación que el tiempo ha ido deformando o posiblemente trataron de hacérmelo olvidar para siempre.

Tampoco le recuerdo en vida. Ni sé si me abrazó, supongo que mucho. No sé si me dio besos, supongo que muchos también. Ni oí su voz portentosa y siempre ponderada por quienes le escucharon cantar, ni escuché el ritmo de sus pasos al llegar del taller. Ni recuerdo una mesa compartida, ni una comida sentado sobre sus rodillas.

No recuerdo nada porque la memoria ahí se hace blanca y plana.

Pero no podré olvidar su cara tiznada de negro asomándose por la ventana para dejar en mis manos que temblaban, mi único tren eléctrico y mi caballo de cartón.

¡Quién iba a decir que dos meses después desaparecía para siempre llevado por el tren de la muerte!

Hoy rememoro aquel día y me escondo de todos para llorar a solas mi orfandad.

No deseo a nadie una vida sin un padre al lado. Sin ese ser hermoso que te toma de la mano y te conduce por los caminos de los sueños.

Creo que esa fue la primera advertencia del destino de que en mi vida no iba a ser todo un sembrado de rosas y de flores.

Estoy seguro que me tragué la sal que pusieron en mis labios cuando sobre la pila bautismal de San Juan derramaban el agua empapando mi cabeza. Estoy seguro que no lloré porque esos serían sabores que al compararlos con otros hasta me resultarían dulces.

Pero no solo la ilusión se me fue con mi padre, se me fueron muchas más cosas. Se me fue la esperanza, la seguridad, la valentía, el entusiasmo y el poder.

Y fue la eterna ausencia.

¡Qué dolor cuando en la soledad pronuncio la palabra padre sin encontrar respuesta!

Ahora que he sobrepasado el límite del coto donde la muerte aguarda, me siento más cerca de él aunque sepa que al morir no encuentre nada, solo la proximidad de sus despojos y eso, ya es bastante.

Pero debemos de alimentarnos con lo que nos queda, lo mucho o lo poco y no cansarnos de seguir vivos.

Dice Albert Camus que a la vida solo se la vence con el desprecio. Y buscar la ocasión de hacerle un corte de mangas o de interrumpirla para encararnos con ella es un gesto de valentía. Nada se puede hacer, solo apretar los dientes y aguantar.

Píndaro dice algo tan elocuente que no me resisto a copiarlo. "Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible".

Vivir no es fácil. Se puede caminar por el borde del abismo, es imprudente dicen los sensatos, o acomodarse a los días de sol y apacibles; pero creo que el vivir constantemente expuesto al peligro, vivir al límite, hacen de aquella algo más apasionante. La ausencia de toda razón para vivir, sabiendo que el sufrimiento es una inutilidad, no es más que una forma monótona de ver pasar los días y los años.

Un mundo que se pueda abarcar y explicar, es un mundo hueco que no nos conduce nada más que al hastío.

Prefiero vivir en el exilio, de forma insensata, rodearme de lo absurdo, antes que caer en los brazos de la comodidad.

Creo que adquirimos la costumbre de vivir antes de adquirir la costumbre de pensar. Pero lo malo es quedarse ahí a la orilla misma del pensamiento y no profundizar en el por miedo a lo que nos encontremos.

Entonces, ¿qué demonios es la vida y para qué nos sirve?