Acaba de publicarse un nuevo libro de Javier Cercas, esperado con interés, como todos los suyos especialmente desde la aparición de "Anatomía de un instante" el análisis más profundo que se ha hecho del 23-F un tema tratado siempre a vuela pluma. Ahora, vuelve a ese personal estilo con "El impostor" en la que el autor se sumerge en uno de los casos de la historia cotidiana del nuevo siglo de mayor impacto en los medios: el descubrimiento de la inmensa impostura protagonizada por quien se había inventado a sí mismo como un perseguido y represaliado de la dictadura franquista, persecución que terminó llevándole al exilio y a los campos de concentración alemanes, una historia totalmente falsa que le hizo presidente nacional de la Amical, la mayor asociación europea de las víctimas del nazismo.

Cercas se ha pasado muchas horas con el impostor, tratando de comprender su actuación, sin llegar a conseguirlo del todo, seguramente, aunque su aproximación subjetiva al personaje y sus circunstancias puede considerarse cercana, matizada y exhaustiva, y la conclusión, realista. El impostor es un catalán de vida difusa y caótica llena de pasajes oscuros y que ni se significó por nada en la Guerra Civil ni en la posguerra, época en la que trabajó como mecánico durante tres décadas. Pero cuando murió Franco y comenzó la transición decidió que era su momento para empezar una existencia diferente y aprovechando que durante la Segunda Guerra Mundial había ido a trabajar a Alemania como contratado para ayudar al Reich, lo que le supuso una estancia en prisión por irse de la lengua contra el régimen hitleriano, se inventó toda una historia rocambolesca que comenzaba en la lucha contra el franquismo y terminaba en un campo alemán de concentración y exterminio, una patraña burda y lejana pero que le llevó incluso a ser la voz de los presos del nazismo en una sesión extraordinaria de la cámara baja en la que casi hizo llorar a los diputados con su interpretación histriónica de la mentira.

El cuento, para Cercas, viene a ser en cierto modo la personificación de una etapa de travestismo político, la transición, en la que cada cual se preocupaba de crearse un pasado de demócrata de toda la vida, de luchador antifranquista y antifascista, de sufridor de la dictadura y hasta del nazismo, de adalid de las libertades. Aquella tendencia se fue asentando con el tiempo pero llegó Zapatero para instalar un socialismo radical hecho de resentimientos, y entre otras muchas concesiones se sacó de la chistera una llamada ley de la memoria histórica, que bien estaba si servía para dar una sepultura digna a todos los muertos de entonces, pero que sirvió principalmente para resucitar viejos odios y enfrentamientos cainitas. Y aunque el PP, con acierto, y apoyándose en la austeridad impuesta por la crisis, consiguió rebajar el diapasón y las subvenciones que se otorgaban a las muchas asociaciones surgidas y movidas por esta ley, todavía siguen algunos obsesionados con fiscalizar las huellas del franquismo en sus símbolos, como si no hubiese nada más importante de que ocuparse en la España actual. Todavía quedan vestigios, más de un centenar, según respuesta del Gobierno, pese a la obligación de quitarlos. La memoria es subjetiva.