Me encontré por Santa Clara con el hijo de un amigo que hace tiempo se vio obligado a abandonar Zamora. Regresó para pasar las Navidades. Sin querer me ha recordado aquella primera vez que fui al Museo Provincial y no pude por menos de detenerme unos minutos delante de esa enorme fotografía, de varios metros cuadrados, que muestra una familia, representativa de la miseria, ambientada en una época no demasiado pretérita. En ella puede verse a varios personajes distribuidos aleatoriamente en una estancia, que viene a ser algo así como una cocina-comedor-dormitorio, o sea, prácticamente toda la vivienda. Los personajes transmiten sensación de movimiento, lo que contribuye a dar a la escena un mayor realismo. Luces directas e indirectas ayudan a crear un clima de verosimilitud. Pude admirar la oportunidad del fotógrafo al haber sabido captar el momento de aquella dramática escena; aunque, también me llegó a chocar que los personajes mostraran un dominio de la situación demasiado evidente como para que los hubieran sorprendido de improviso.

Pasado el tiempo, localicé esa misma foto en una exposición, si bien en un formato de menores dimensiones, y más tarde ilustrando un libro de fotografía. Y eso aclaró mis dudas. Realmente, la foto estaba preparada. Se trataba de modelos acostumbrados a posar según los requerimientos del fotógrafo y la matizada iluminación se había conseguido en un estudio dotado de apreciables medios técnicos. Vamos, que era algo no menos preparado que un cuadro de Rubens, por poner por caso.

Ese viaje de la credulidad a la desconfianza, y más tarde a la decepción, de lo que fue mi apreciación de aquella fotografía del museo, no es algo diferente de lo que experimentamos en su día los españoles cuando llegamos a creernos que habíamos conseguido la gloria a base de inflar la burbuja inmobiliaria. Porque estábamos convencidos que se trataba de algo real que iba a durar toda la vida, que el nivel de empleo estaba asegurado y el futuro no tenía por qué preocuparnos. Pero como la realidad es muy tozuda, mira por donde la situación cambió drásticamente y pasamos en un pispás, de la opulencia a una economía a la que le faltaba una pata: la de la construcción. Asistimos al triste espectáculo de ver desaparecer montones de empresas, y al éxodo de cientos de miles de ciudadanos que se vieron obligados a buscar empleo en otra parte. Porque aquí no había, ni hay todavía, trabajo para todos, y para que la estructura económica llegue a revitalizarse hace falta disponer de mucha y especializada tecnología. Pero durante los muchos años que duró la bonanza económica no supimos cuidarla lo suficiente, y ahora, aun siendo conscientes de su perentoria necesidad, tampoco estamos reaccionando adecuadamente.

El I+D+i del que disponemos, siendo importante no es suficiente para salir del bache, y quienes podrían ayudar a potenciarlo, como el chaval que me encontré por Santa Clara, se ven obligados a coger el trolley -al igual que lo hicieran nuestros antepasados, antaño, con la maleta de cartón- y tomar un avión a alguna parte. A algún país que se aprovechará de sus conocimientos, de esos que han ido amasando merced a una larga y costosa formación. Y sin haber tenido que invertir un euro en ellos les sacarán ese rendimiento que a nosotros nos hubiera venido de perlas para recuperar el terreno perdido.

Lo malo del caso es que esa foto del aeropuerto con gente joven y maletas llenas de másteres, con destino a otra parte, no es una foto de estudio, como la del Museo de Zamora, sino la más cruda realidad, aunque mucha gente se empeñe en no querer verlo así, y prefiera interpretarlo como una escena de ficción, en la que los jóvenes serían simples modelos entrenados para posar en una foto preparada. A los que así piensan les está pasando justo lo contrario de lo que a mí me sucedió en su día, cuando vi por primera vez aquella foto de familia en el museo, y me equivoqué de pleno en su interpretación. Les está pasando justo al revés, pero, desafortunadamente, también haciendo una interpretación equivocada de la realidad.