Todo poder es, en cuanto dominación, un mal. Cualquier relación humana basada en la desigualdad, si esta no tiene un carácter funcional, constituye una relación perversa. Por lo tanto, el poder y la jerarquización que conlleva únicamente se justifican por la utilidad común.

Tales axiomas del pensamiento liberal sobre el poder, que comparto en su más plena radicalidad, se contenían ya en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Ahora bien, por raro que a muchos les parezca, pertenecen al núcleo mismo del mensaje cristiano. ¿Pero no es acaso la Iglesia católica una institución jerarquizada hasta la rigidez como heredera, en tantos aspectos, de la estructura imperial romana? Sin duda resulta así, mas repárese en este pasaje evangélico: "Sabéis -les dijo Jesús a sus discípulos- que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo" (Mt 20, 25-27). He aquí, pues, una concepción instrumental del poder, que a mi juicio no debiera ceñirse únicamente al ámbito de la gobernación de la comunidad cristiana, dejando a los pies del fatalismo o del pesimismo la suerte de la sociedad política, relegada entonces a un mero reino de este mundo, secundario y efímero.

El caso es que en la opaca esfera del liderazgo intraeclesial soplan aires renovadores desde la elección del papa Francisco. Su discurso del pasado 22 de diciembre ante la Curia Romana -el gobierno de la Iglesia-Estado- revela la preocupación del pontífice por recobrar el sentido evangélico de servicio en detrimento de un poder elitista, autosuficiente y hermético. El texto papal, aunque a veces contenga detalles humorísticos, es de una dureza demoledora. En él se repasan las "enfermedades" de la Curia, empezando por la de sentirse inmortal, inmune e indispensable, con descuido de los necesarios controles. Hay en sus miembros patología del poder, complejo de elegidos, narcisismo. Más adelante se critican la fosilización mental y espiritual (incluso el alzhéimer espiritual), la rivalidad y la vanagloria, la esquizofrenia existencial e hipócrita, el terrorismo de los chismes, la divinización de los jefes por quienes practican el carrerismo y el oportunismo, la severidad teatral y el pesimismo estéril (síntomas, por otra parte, de miedo e inseguridad), los círculos cerrados y, en fin, el infatigable afán de poder.

Más que un discurso de felicitación navideña ha de considerarse, por tanto, un acta de acusación. El vicario de Cristo ha hablado a la Curia casi con la misma indignación de Jesús cuando se dirigía a los fariseos. Ahora bien, nada de lo que hace o dice Francisco puede considerarse, no obstante su campechanía, producto de la espontaneidad de un novato, recién llegado a la cátedra de Pedro desde la vaticanamente exótica Argentina. Debe saber, entonces, que no basta con apelar a la conversión espiritual de la élite eclesiástica, sino que tiene que abordar una profunda reforma institucional. La Iglesia es, como tipo estatal, una monarquía absoluta, y esa forma política genera en los gobernantes las enfermedades que el papa condena. La instrumentalidad del poder en cualquier sociedad humana -o sea, de individuos egocéntricos e inclinados al abuso, según nos enseña la misma Iglesia con su doctrina del pecado original- únicamente se alcanza, aun con suma imperfección, mediante la elección democrática, libre y periódica de los gobernantes, la separación de los poderes de creación, ejecución y tutela de las normas, los derechos fundamentales, una efectiva legislación de transparencia y buen gobierno, etc.

¿Es ésa la Iglesia con que sueña Francisco? No hay, al presente, ningún motivo para afirmarlo. ¿Querrá simplemente conmover las conciencias sin mover las instituciones? ¿Sería factible una reforma eclesial limitada, y siempre bajo estricto control de la "nomenklatura", al estilo de la que quiso implantar Gorbachov, con su "perestroika" y su "glasnost", en el interior de un Estado totalitario anquilosado? Por otra parte, ¿resultaría posible compaginar la unidad doctrinal de la fe con la democracia? ¿No presupone esta una buena dosis de relativismo? A esto último cabría responder tal vez con otra pregunta: ¿y cuál es la alternativa: una Iglesia cada vez más despoblada y envejecida, reducida a funcionar, gracias a la riqueza de su patrimonio histórico-artístico y a su ceremonial litúrgico, como una sucesión de atracciones turísticas, como un parque temático lleno de rarezas para disfrute de las masas provistas de teléfonos móviles?

Aplaudo el valor y la honradez de Francisco. Me gustaría que suscitara una profunda regeneración de la Iglesia. Difícil tarea tiene por delante, la verdad. Quizá su empeño resulte incluso hasta imposible, dadas las inercias de una organización bimilenaria. Ojalá que esta vez, y por concluir con el mismo estilo de su discurso, el Espíritu Santo, que, según el papa Francisco, es frescura, fantasía y novedad, no se deje domesticar.