Se ha escrito tanto y se ha barajado tanto la vida picaresca, que sería poco original y por tanto no muy meritorio describir la vida, más o menos azarosa, de un nuevo pícaro.

Se podría, sí, retratar el pícaro del siglo XX, pero más que pícaros serían verdaderos truhanes y sinvergüenzas, hábiles aprovechadores de las flaquezas de sus semejantes.

Por tanto, no quiero incurrir en lo que deseo evitar, esto es, ser uno más en el feliz o desgraciado relato de una vida intrascendente, como sería la que mi pobre fantasía daría a luz. Quiero que desde los rincones de mi cerebro, donde multitud de ideas se barajan y confunden y pelean para que mi imaginación las vista en su desnudez con el vestido de la palabra, que ciertamente serán pobres harapos que apenas bastarían para presentarlos en la escena del mundo, salgan y afluyan en la armonía que mi inteligencia pueda prestar para que dejen de alborotar y pedir, con su mudo lenguaje, siquiera unos míseros despojos que cubran su desnudez.

Yo con las humanas palabras revestiré al mundo de las ideas que palpitan y aletean dentro de mí, a ver si por casualidad esos míseros harapos y despojos se truecan en una vestimenta decente y honesta.

El pícaro verdadero, prototipo de las novelas, se diferencia poco del ser real, del pícaro callejero de las grandes ciudades, que vive a expensas de la liberalidad ignorante del prójimo.

Todo pícaro nace pobre, con una vida ciertamente mísera, sin que su existencia tenga algo de consolador, algo que les impulse a vivirla. De ahí ese desenfreno, esa ignorancia de las cosas nobles, de algún ideal que les sirviera de símbolo para su conducta.

Ellos pasan su existencia, azarosa y aventurera, sin enterarse de los sentimientos que elevan al hombre por encima de su condición de animal, sin saber que todos sus sacrificios, todos sus desvelos por hallar un pedazo de pan que sacie su hambre, son cosas intrascendentes.

El pícaro vive su vida de latrocinios y raterías, y aun de sus crímenes, no porque dentro de sí aletee el deseo del mal, sino porque no tienen tiempo de examinarse a sí mismo.

Dentro de sí, todos llevamos dos espíritus opuestos, el del bien y el del mal. El pícaro criado y enseñado por la maestra de la vida ha apagado la antorcha que ardía dentro de su pecho, la llama del bien y de la bondad. Su corazón no late al compás de sus sentimientos, antepone el cerebro al corazón, y así cada vez, a medida que crece en edad, crecen las brasas del mal, que con el aliento de la desesperación y de la necesidad va convirtiéndose en llama que quema y absorbe y destruye lo que llevamos en el alma, ese amor y esa bondad innatos en el ser humano.

El pícaro de los escritos y de la vida no es, sin embargo, un verdadero y autóctono pícaro, sino una deformación, una falsificación del pícaro considerado en sí.

Entonces, ¿quién es el pícaro verdadero, el autóctono, el real? Ahondemos en el interior, en lo profundo de todo hombre, y allí encontraremos, en determinados instantes, a ese pícaro ideal.

¿Quién no ha sentido alguna vez siquiera en la vida reminiscencias de la juventud alegre y picaresca? Pues ahí está ese pícaro, ese desdoblamiento de la personalidad que quizás solo dura unos segundos, unos minutos, encierra la esencia verdadera de la picardía.

Porque la juventud y la niñez tienen mucho de picardía, porque estudiando la edad infantil vemos que esta se inclina a las diabluras, a las travesuras, a los alborotos. Y todo ser ha sido niño y ha sentido esas inclinaciones picarescas.

Así pues, para estudiar al pícaro no hace falta rebuscar en las novelas de este género, ni tampoco bajar y adentrarse en la ínfima escala social; no, si queremos buscar y estudiar la psicología del pícaro sin deformaciones, del pícaro en estado puro, adentrémonos con el pensamiento y con la imaginación dentro de nosotros mismos y allí podremos enjuiciar la esencia y las características de todo buen pícaro.