Señalaba un periódico nacional hace algunas fechas que el PSOE comienza a señalar ya a Podemos como su "competidor directo por la hegemonía del voto de izquierda".

Harían, sin embargo, bien los socialistas españoles en no obsesionarse demasiado con el fulgurante partido de Pablo Iglesias y poner antes de nada su propia casa en orden.

Porque si algo ha conseguido incluso antes de haberse presentado a unas elecciones locales o nacionales ese nuevo partido es haber sacado de su zona de confort a los que nos han gobernado alternativamente desde la llegada de la democracia.

Estaban demasiado acostumbrados populares y socialistas -cualesquiera que fueran sus diferencias ideológicas- a repartirse cargos y prebendas, a una malsana complicidad con el poder económico y financiero, a mirar para otro lado ante los casos de corrupción que ahora nos escandalizan.

Hasta que estalló la crisis y se descubrió de pronto cómo se había estado viviendo una enorme ficción a base de crédito fácil, fútbol a todas horas, prestidigitación y mentiras.

Y quienes, como en tantos pueblos del cinturón obrero de Madrid o de otros lugares se habían creído de pronto clase media y dado sus votos al PP, vieron cómo se desvanecía de pronto su sueño pequeñoburgués.

Y la gente entendió solo entonces la gravedad de lo ocurrido cuando el presidente Zapatero, por imposición del BCE, se saltó la soberanía popular y reformó de la noche a la mañana la Constitución anteponiendo el pago a los acreedores a la financiación de los servicios públicos.

Y todos aquellos ciudadanos que, tras retirar su confianza a Zapatero habían dado a Mariano Rajoy un cheque en blanco para seguir esa misma política y profundizar en los recortes en la creencia de que con un político conservador aquí como la canciller alemana Angela Merkel las cosas iban a mejorar rápidamente, terminaron sintiéndose engañados.

No ocurrió lo que les habían prometido: el paro continuó creciendo, los jóvenes tuvieron que seguir en casa de sus padres o emigrar en busca de trabajo mientras por exigencias presupuestarias e intereses ideológicos se recortaron prestaciones y servicios, aumentaba la desigualdad, crecía la pobreza infantil y el país se abarataba solo para los inversores extranjeros.

Y quienes votaron una y otra vez a políticos tan corruptos como desvergonzados mientras parecía haber trabajo y crédito barato para todos terminaron dándose cuenta de su enorme equivocación.

Y ahora también parecen haber comprendido finalmente los socialistas que un puñado de reformas sociales como el matrimonio homosexual no justifican por sí solas un gobierno de izquierdas. Se esperan de él muchas otras cosas como las que lleva años reclamando, con tanta perseverancia como escaso éxito, Izquierda Unida y que ahora, con mucho más eco mediático en nuestra sociedad del espectáculo, reivindican los jóvenes dirigentes de Podemos.

En lugar pues de intentar obsesionarse con Podemos, deberían los socialistas aprender de sus propios errores y elaborar un programa coherente de defensa del Estado social con los oportunos ajustes, pero venciendo ante todo cualquier tentación de cerrarles el paso a los que muchos tachan de simples populistas con alianzas "non sanctas" como las que ya propugnan algunos y con las que cavarían su propia tumba.