Una comitiva con tres ambulancias y 14 vehículos, con escolta de la Policía Nacional, Policía Municipal y Guardia Civil ha acompañado a un misionero español desde el aeropuerto madrileño de Torrejón de Ardoz hasta el Hospital Carlos III de Madrid. Procedía de Liberia. Se llama Miguel Pajares, tiene 75 años, es toledano y hermano de San Juan de Dios. Tanto honor en el acompañamiento no se ha debido al homenaje a un misionero por trabajar muchos años en un país africano empobrecido, sino al contagio del ébola, una enfermedad que está haciendo estragos en varios países del África Occidental.

Al hermano Pajares todo este alboroto por una enfermedad que contrajo por atender a otro afectado en el hospital liberiano de San José le habrá causado extrañeza y cierto pudor. Pero es muy probable que le haya producido también sonrojo, al recordar a los liberianos que se quedaron en su país esperando una muerte cierta. Tengo la convicción de que la prensa se ha volcado en este caso, porque el afectado es un blanco europeo.

Cualquiera que conozca de cerca el trabajo de los misioneros en África sabe muy bien que todos ellos son conscientes de los muchos peligros a que se enfrentan, debido a las guerras, al bandidismo y a enfermedades tan habituales y a veces tan fatales como el ébola y más habitualmente la malaria. Asumen estos contratiempos con gran serenidad, porque llevan en sus genes el convencimiento de que tienen que correr la misma suerte que los propios africanos. Lo hacen con una naturalidad asombrosa, podríamos decir temeraria, sino fuera porque está basada en una fe profunda en Dios. Por eso, cuando estallan los conflictos bélicos, los misioneros se quedan en sus puestos al lado de la gente. Todos los años mueren asesinados varios misioneros en el Tercer Mundo. He conocido a uno de ellos, el comboniano español Osmundo Bilbao, acribillado a balazos en Uganda en 1982; tenía 37 años.

Ahora se ha hecho visible la hazaña de un misionero hasta hace muy pocas semanas desconocido. A algunos nos ha recordado el caso del padre Damián, el leproso de Molokai. Hay muchos héroes anónimos desperdigados por los rincones más apartados del mundo, que se han volcado -y se siguen volcando- en dar y darse sin contrapartidas. Algunos, como los misioneros, lo hacen porque ven en los marginados y oprimidos el rostro compasivo y misericordioso de Dios. Todos están contribuyendo a hacer este mundo más humano y habitable. Con sencillez y sin alharacas. Las personas con las que conviven saben muy bien que están con ellas porque las aprecian.

Conozco a dos misioneros españoles afectados de sida: uno por donar sangre y extraérsela con una aguja contagiada; otro por recibir sangre infectada del VIH durante una operación que le hicieron en un hospital africano. Los dos, un hombre y una mujer, sobrellevan el sida no con resignación sino con serena naturalidad. "Y si otros lo tienen, ¿por qué yo no?", me respondió el misionero cuando le pregunté por su estado de ánimo. Los dos siguen trabajando con entusiasmo -antes se decía celo apostólico-, aunque ahora dedican más tiempo a la animación misionera en España. También han sabido aceptar esta contrariedad.

El hermano Miguel es protagonista a su pesar. Estoy seguro que a él le hubiera gustado seguir trabajando en el hospital liberiano de San José, ayudando a quienes padecen el ébola a vivir o morir con dignidad.