Debo confesar que no soy, en modo alguno, un fervoroso partidario de la fiesta nacional, contándose con los dedos de una mano las veces que he asistido a una corrida de toros. Probablemente, ello se deba a mi ignorancia en la doctrina profunda del llamado arte de Cuchares y, aunque admiro la recreación del mito ancestral de lucha noble entre hombre y bestia, me cuesta reconocer en las medias verónicas, las manoletinas y los muletazos de pecho, esa forma sublime de arte que pregonan los entendidos. No obstante, tampoco milito como "antitaurino", admitiendo los argumentos razonables de quienes se oponen a la tauromaquia, tachándola de violenta y cruel. La crianza y preservación biológica del toro de lidia encuentra en la fiesta su razón de ser.

Polémicas al margen, si la memoria no me traiciona, juraría que la primera vez que fui a los toros era un criajo que pasaba el verano en La Hiniesta. Mi recuerdo es borroso, pero la corrida se celebraba en Zamora y el paterfamilias, señor Alejandro, ofició de "alguacilillo" encargado de "pedir las llaves" (¿se dice así?) a la presidencia para empezar el festejo. Son esos señores (¿y señoras?) vestidos con ropajes negros de corte antiguo que, montados a caballo, dan un par de vueltas a la plaza para luego encabezar el cortejo taurino. Al concluir, creo que también entregan, destocándose, los trofeos de orejas y rabos merecidos por los bravos lidiadores. Desconozco si en caso de que el respetable sancione la faena con pitos o silencio, también han de reprenderles del mismo modo.

Mi imaginación evoca al señor Alejandro galopando al trote por el coso zamorano sobre la hermosa yegua blanca, "Andaluza", enjaezada para la ocasión con refulgentes correajes y vistosos adornos. Como imaginarán, el asunto dio en La Hiniesta para interminables comentarios; no se hablaba de otra cosa en el hogar Ferreira-Sutil. Una fotografía colgada en la pared de un dichoso señor Alejandro en compañía de la yegua, dejó testimonio fidedigno para la posteridad de aquel día inolvidable para un hombre modesto y ejemplar. Sí doy fe de que la "Andaluza" era una preciosidad; la llevé muchas veces a beber agua en los abrevaderos, me aguantó paciente subido a su lomo y trillé con ella en la era. Le tenía un gran cariño, que sé bien correspondido.

Ha llovido desde entonces -y hemos padecido numerosas sequías-, pero cuando he vuelto a los toros, generalmente invitado, he estado más pendiente de la merienda y la bota de vino que de la batalla incruenta en el albero. Al ser un lego, me atraen sobre todo los lances de peligro; mis favoritos son los toreros que se arriman de verdad al noble toro, echándole un par de? bemoles. Claro que en mi caso, valor taurino ninguno: ciertos escalofríos terroríficos me han sucedido en las fiestas de algunos pueblos (Alaejos, Medina, Tordesillas, Ampuero?) vigilando muy de lejos y sin riesgo, un morlaco de quinientos kilos de mirada bovina y dos pitones puntiagudos estremecedores.