e l escritor Thomas Harris presentó a su personaje Hannibal Lecter, Hannibal el caníbal, hace 33 años, aunque la fama universal le llegó en 1991 con la magnífica película "El silencio de los corderos". Ya entonces se hablaba de cuánto tenía de héroe de nuestro tiempo aunque recurriera al modelo de Sherlock Holmes, que cumplía un siglo. Nuestro tiempo no deja de ser nuestro, de ser igual y de repetirse. Se consagran el asesino en serie como enemigo social, la inteligencia divergente y la dieta antropófaga.

Si existiera, a Lecter le iría muy bien en esta sociedad y en este momento. Sus problemas con la ley los podría resolver un buen equipo de abogados. A partir de su libertad o de las dudas de su culpabilidad, que se consiguen fácilmente con campañas de contrainformación y desinformación, a la dieta antropófaga le saldrían defensores teóricos que cuestionarían el tabú como algo obsoleto, producto de una sociedad que ya no tiene nada que ver con la nuestra. Las mafias de países emergentes ofrecerían a precios disparatados carnes muy exclusivas y los suburbios inaccesibles y las aldeas remotas se convertirían ocasionalmente en granjas o cotos de caza. Pero eso serían consecuencias indeseadas de una dieta teórica defendida por el intelectualmente atractivo, provocador y polémico Lecter, que no deja a nadie indiferente. Hay mucha expectativa de experiencia gastronómica en el mundo como para que no se convirtiese en un destacado conferenciante sea, por vía industrial, en salones de gourmet; sea por la del arte de la performance, que se ensaña con el dolor de la carne, en alguna feria anual o bienal. Decenas de afortunados querrían compartir mesa con él, siempre que los colocaran en el lado de las sillas.

Pienso en eso cada vez que veo que uno de los más caros y solicitados conferenciantes internacionales es Tony Blair con esa sonrisa suya llena de colmillos.