Psssssssss! ¡Eh, Messi! ¡Eh! Sí, tú. El que lleva el número 10. Estás a punto de jugar la final del Mundial de Brasil. La final. Y contra Alemania. Sí, la selección que convirtió a los brasileños en juguetes rotos. Despierta, ¿vale? Espabila un poco. Esa pose de chico triste y solitario vale para el Camp Nou o para un anuncio de, qué se yo, viajes en crucero a los mares del norte. Pero esto es la final de un Mundial. No nos gusta cuando callas en el juego de Argentina porque pareces ausente. No eres un cantautor atormentado que canta al desamor. Eres Messi. El mejor jugador del mundo.

De acuerdo, un jugador no hace un equipo. O sí, tratándose de un jugador como Messi. Los individualistas dicen que no hay todo sin partes, y los holistas sostienen que las totalidades poseen propiedades globales de las que carecen sus partes. Lleguemos a un acuerdo. La selección argentina depende en Brasil de la genialidad de un jugador tan extraordinario como Messi de la misma manera que las tropas inglesas dependieron en el siglo XV de la habilidad, de la ambición, de la inspiración y del carisma de su rey Enrique V para vencer a los franceses en la batalla de Agincourt. Pero Messi no puede ganar solo un partido de fútbol, del mismo modo que un rey no puede ganar solo una batalla. Una victoria de Argentina ante la maravillosa selección alemana sería tan inesperada como lo fue la victoria del ejército inglés en Agincourt ante un ejército francés muy superior en número. Los ingleses vencieron gracias a Enrique V y a sus soldados. Argentina puede vencer si cuenta con la habilidad, ambición, inspiración y carisma de Messi, pero con eso no basta. Los grandes jugadores y los grandes reyes pueden cambiar la historia del fútbol y de Europa, pero necesitan un equipo y un ejército. Nadie es tan bueno como todos juntos, dejó dicho el gran Alfredo Di Stéfano. Ahora bien, los ingleses no habrían conseguido la victoria en Agincourt si Enrique V se hubiera dedicado a pasear por el campo de batalla con aire ausente, correteando de vez en cuando para volver enseguida a sus ensoñaciones de paseante solitario. Argentina tampoco ganará a Alemania si Messi, como hizo en la semifinal contra Holanda, se reserva para los penaltis.

Ya hemos visto una final Argentina-Alemania otras veces. El pasado no se repite, decía Mark Twain, pero sí rima. La final del Mundial de Brasil no es la repetición de la final del Mundial de México (victoria de Argentina), ni la repetición del Mundial de Italia (victoria de Alemania), pero sí rima bastante con las dos. Argentina tenía a Maradona, y ahora tiene a Messi. Alemania perdió y ganó a la manera alemana, y ahora ha aprendido a ganar a la manera brasileña. Pero Argentina necesita de Maradona, perdón, de Enrique V, perdón, de Messi. ¿Estás ahí, Leo? No tienes derecho a no estar ahí. No tienes derecho a estar triste, o deprimido, o cansado, o huraño, o hartito del fútbol. Sólo los ermitaños tienen derecho a enfermarse, dice el filósofo argentino (precisamente) Mario Bunge; los demás tenemos el deber de buscar la salud para no ser cargas públicas. Sólo un tenista o un golfista tienen derecho a la pereza, a la tristeza o el cansancio, porque luchan por ellos mismos. Un futbolista, y menos un futbolista que desempeña el mismo papel que Enrique V, no tiene ese derecho porque es parte de un equipo.

¡Eh, Messi! No eres un ermitaño, ni un tenista quemado. No puedes convertirte en una carga pública para tu equipo. Tienes que salir a jugar la final como si se tratara de la batalla de Agincourt. Y recuerda que tú, y no Mascherano, eres Enrique V.