La situación catalana se aproxima cada vez más a un desenlace perfectamente previsible: la declaración unilateral de independencia. ¿Ha considerado el Gobierno semejante escenario o la mente estructuralmente hamletiana de Mariano Rajoy tiene por absolutamente imposible esa eventualidad? Si el hecho se diese, ¿se limitará el Gobierno a presentar un recurso ante el Tribunal Constitucional, cosa por lo demás del todo absurda, aunque en absoluto descartable dada la cachaza presidencial? Contaba Fraga Iribarne en las Cortes constituyentes que, cuando fueron a despertar de madrugada al presidente del Consejo de Estado de Francia para decirle que el presidente de la República (Luis Napoleón Bonaparte) acababa de dar un «coup d'état» y que el Ejército se había desplegado sobre París, respondió de inmediato: «Ese es un acto nulo de pleno derecho». ¿Nos dirá lo mismo, tan pancho, Rajoy cuando el Parlamento de Cataluña proclame la secesión?

Hay algo que los ciudadanos ajenos al mundo de las leyes deben saber. El supuesto derecho de autodeterminación de Cataluña carece, desde luego, de respaldo tanto en el Derecho constitucional español como en el Derecho internacional. Ahora bien, el que un territorio se declare independiente no resulta contrario a la legalidad internacional y será reconocido, más pronto o más tarde, como Estado soberano por parte de los demás Estados si constatan que se halla regido por un poder público efectivo que excluya la autoridad del ordenamiento anterior. El reconocimiento del nuevo Estado depende, pues, de un elemento fáctico, no jurídico: la capacidad de los gobernantes secesionistas para imponerse sobre la población del territorio. Así, en definitiva, la suerte de la empresa separatista habrá de dirimirse en una contienda entre el Estado español y los sediciosos, teniendo como testigo expectante a las naciones extranjeras. Por supuesto, cabe que el Gobierno del Partido Popular decida no hacer nada, ceder terreno, contemporizar, esperar y ver si la flamante República catalana se desgasta y fracasa?, o sea, aplicar el consabido recetario de Rajoy. Pero, francamente, no creo que el Gobierno durase en tal circunstancia más allá de 48 horas.

La primera contestación a la proclamación unilateral de independencia se produciría en el seno mismo de la sociedad catalana. Puede asegurarse que el conflicto civil estaría servido y que la Generalidad de Cataluña vería desplomarse su legitimidad ante un importante sector de la ciudadanía, que negaría su obediencia a las autoridades secesionistas. La confusión sería entonces enorme. ¿Se desentendería Madrid de la suerte de nuestros conciudadanos catalanes no separatistas, repentinamente extranjeros para los restantes españoles? Rajoy, fracasada su política de inmovilismo geológico, no tendría más remedio en esa coyuntura que ceder el poder inmediatamente. El problema es a quién: no me imagino un Gobierno de concentración PP-PSOE que, cumpliendo con su deber, pidiera al Congreso la declaración del estado de sitio en Cataluña y la consiguiente intervención militar para restablecer el orden constitucional. La verdad es que desconfío de los grandes partidos nacionales, cuyo patriotismo siempre se ha evidenciado infinitamente menor que su oportunismo electoralista, su completa orfandad ética e ideológica (están corrompidos hasta la raíz) y su servidumbre hacia los grandes poderes industriales y financieros.

Como resulta fácil aventurar, la secesión catalana no sería la única: la independencia de Euskadi iría inmediatamente detrás, y tampoco sería la última desmembración territorial. En suma, se nos viene encima un cataclismo infinitamente superior al de 1898, que dejó en el alma española tan profunda huella de amargura y pesimismo. ¿Es que hemos de asistir impasibles a un retroceso de quinientos años?

Siendo la situación actual de tanta gravedad, ¿qué se debe hacer? Lo más importante y perentorio es advertir a los soberanistas catalanes, de modo tan claro y tajante que no les quede duda alguna, hasta dónde está dispuesto a llegar el Estado para preservar la Constitución y la unidad del país. No es ocioso recordar que nuestra Ley Fundamental (art. 8) encomienda a las Fuerzas Armadas defender la integridad territorial de España y el ordenamiento constitucional. Ciertamente, a las órdenes del poder civil (Gobierno, Cortes, Corona), pero, ¿y si el poder civil se revela incapaz de afrontar el desafío de la secesión?

En segundo lugar, aunque, como acaba de reiterar el Tribunal Constitucional, propugnar la independencia de un territorio es constitucionalmente lícito -siempre que «el intento de su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución», cuyo respeto «es, siempre y en todo caso, inexcusable» (Sentencia 42/2014)-, no resulta, en cambio, legítimo, a mi juicio, preparar institucionalmente la secesión con anterioridad a su refrendo por el pueblo español. En Gran Bretaña la independencia de Escocia es conforme con sus normas constitucionales. No lo sería, en cambio, la independencia de Cataluña sin modificar antes nuestra Constitución. Por eso las actuaciones de la Generalidad tendentes a crear «estructuras de Estado» (como si la comunidad autónoma fuese ya un ente soberano) y a propiciar apoyos internacionales al proyecto secesionista mediante el contacto con Gobiernos extranjeros, atentan contra el deber de lealtad constitucional y testimonian el claro y decidido propósito de alcanzar la independencia al margen del ordenamiento jurídico. Es de lamentar que el Gobierno de Rajoy no sea más beligerante al respecto, y que su portavoz en la cuestión catalana sea? ¡el Ministro de Asuntos Exteriores!

Finalmente, reformar la Constitución para ponerla al día y que se pronuncien sobre ella quienes no la votaron en 1978 me parece de puro sentido común. Hay que ofrecer a la sociedad española un proyecto de convivencia renovado, y ello requiere poner todas las cartas sobre la mesa: desde los privilegios forales vasco y navarro hasta la propia utilidad de cada una de las instituciones constitucionales. No propongo una Constitución enteramente nueva, sino un proceso reformador por etapas, sosegado, ordenado y decidido: el que merece una ciudadanía democráticamente madura.