De vez en cuando, mis paseos por la ciudad acaban en mi Plaza Mayor, vuelvo al recuerdo de aquellos cuatro bancos de madera que eran el asiento de respetuosas personas mayores, desde donde tomaban el sol o escuchaban cantar a los serenos antes de empezar la ronda de vigilancia nocturna, y de las cuatro farolas que alumbraban, con luz tenue y mortecina, los juegos de la chiquillería entre risas, llantos de peleas y chillidos por plaza y soportales. Pero, en estos meses de frío, los chicos éramos los únicos atrevidos a correr, en pantalón corto y tiritando de frío, por el cemento helado y resbaladizo de la plaza. Así, fomentábamos los sabañones; mientras los mayores, en el brasero, activaban cabrillas y jugaban al tute.

Hoy, con un sol otoñal, que calienta mis viejos huesos de anciano, tomo asiento en uno de los bancos de diseño que rodean el mosaico del Escudo de la Ciudad y rememoro el antiguo espacio de mis juegos infantiles. En mi interior, veo y oigo vocear y gritar a cada uno con su manera peculiar: Mi primo Felipe, Felipe Blanco, Filucho Valbuena, con su especial y aflautado timbre de voz, Filucho el del figón, Boni, Manolo, José Luis... Allí están todos corriendo entre las farolas y los bancos, jugando al toro en la argolla del Ayuntamiento, dando pelotazos a las paredes de los soportales, correteando por los jardines, jugando a las bolas en los huecos de las piedras del Pórtico de la Adoración, saltando a por los almendrucos del huerto de don Elías. En este trance don Elías y San Juan toman vida en mis memorias y ahí estoy de chico, de rodillas, ayudando a misa, (Ad Deum qui lætificat juventutem meam), tocando la campanilla en el crucial y emotivo momento del alzamiento, ante aquel artilugio neogótico de madera que era altar, sagrario y expositor.

Con el pensamiento, voy recorriendo la iglesia, aquel templo tan diferente al acondicionado de hoy día. Recuerdo: El pequeño y precioso retablo de la Casulla de san Idelfonso, rezumando humedad, con esa predela de los apóstoles, pintada por una mano más que genial, se decía que era obra del «Divino» Morales; la sacristía, aquel habitáculo pegado a la puerta norte, con las enormes cajoneras de nogal, para guardar casullas, albas y demás prendas de culto, con unos arcones laterales donde se guardaban las formas, el vino y nos sentábamos los monaguillos esperando los actos litúrgicos antes de vestirnos con el roquete; y, entre el retablo y la sacristía, la puerta de la angosta escalera de caracol que sube al campanario, donde las campanas, hoy mudas, eran nuestro método para comunicar a la población la alegría y la tristeza de los sucesos ciudadanos, dando toques de gloria y toques de agonía, matizando si era para hombre, mujer o párvulo; y el coro con un enorme facistol y dos preciosos escaños, para asiento de cantores, uno a cada lado, y el Cristo gótico, que hoy preside los cultos, arrumbado en un lateral como el Crucificado de Marcelino Pan y Vino; y mi sitio predilecto para meditar, el escaño al lado del confesionario de don Elías, junto a las rejas emplomadas del baptisterio, en la penumbra del templo, un lugar para estar solo, sin dudar, una de mis manías preferidas.

En cierta ocasión pregunté a don Elías por una estatuilla de la hornacina cercana a la sacristía, me sorprendió cuando me dijo que era san Luis rey de Francia. No comprendía por qué un rey de Francia, por muy santo que fuera, estuviera junto a san Isidro y san Roque, hasta que en clase de literatura, en el Colegio Virgen de la Vega, con la genial profesora doña Paquita, conocí el poema del duque de Rivas «Un castellano leal», dejó de ser un misterio y entendí que fue en Benavente donde se instaló el duque de Borbón con sus santos; y creí ver en una de las figuras del deteriorado fresco de la Piedad, de la nave sur, la representación del conde de Benavente y el Borbón.

El tiempo se nos ha ido llevando todo y a todos. ¡No queda nada! Ya, únicamente, sobreviven las vagas remembranzas de algún añoso longevo.