Una de las primeras cosas que me enseñó mi querido maestro, el filósofo presocrático griego nacido en Zamora, Agustín García Calvo, con el que contraje eterna deuda de gratitud, es que los nombres propios no significan, solo sirven para llamar a alguien (como vocativos), o para señalarlo, casi como un dedo que apunta hacia este o aquel. En vano los etimologistas nos dirán que Teófilo significa el amante de Dios, Araceli, altar del cielo, o Heliodoro, el adorador del sol, nada tienen que ver tales conceptos con ese o aquella que toma el fresco a la puerta a la tardecica, o contempla las ascuas de un crepúsculo morado que detrás del negro cipresal humean, por pedir la voz prestada a don Antonio Machado, otro poeta que me redescubrió Agustín, el inefable y añorado Agustín.

Siendo esto cierto, sin embargo, no se puede negar que a la largo de la historia del idioma ha habido nombres propios que se han trasformado en comunes. Veamos algunos casos.

En castellano llamamos moisés a un cestillo, provisto de dos asas, que se usa como cuna portátil, recordando la canasta embadurnada de barro y brea para hacerla impermeable, endeble barca, en que la madre del profeta Moisés lo depositó en las aguas del Nilo para burlar la cruenta ley del faraón que condenaba a muerte a todos los israelitas recién nacidos.

La prueba reina de resistencia en atletismo recibe el nombre de maratón porque así se denominaba el lugar en que se dirimió una reñida batalla entre griegos y persas, de tal forma que, tras el desenlace, quedaron los dos ejércitos maltrechos, y el general heleno ordenó al soldado Filípides que fuese corriendo a Atenas, a casi 40 kilómetros de distancia, para anunciar a sus compatriotas la victoria de sus huestes. Filípides llegó reventado a su meta y tan solo le alcanzaron las fuerzas para decir «hemos vencido» (nenikomen, en griego) y caer desvanecido en brazos de la Parca.

Sin abandonar el mundo clásico, en este caso en el orbe de Roma, nos encontramos con Cayo Cilnio Mecenas, generoso noble, de origen etrusco, gran impulsor de las artes y amigo y protector de Horacio y Virgilio, lo que ha ocasionado que preste su nombre a los que ayudan a los artistas para que puedan dedicarse con todas sus energías a materializar sus obras, que, sin estos apoyos, muchas veces desinteresados, no verían la luz por el lastre de la falta de recursos.

Numerosos son los nombres propios que han experimentado su conversión en comunes en distintas esferas de la vida: la chaqueta fina de lana fue bautizada como rebeca porque la llevaba la protagonista de una película de Hitchcock así llamada; los pliegues de gordura se denominan michelines por referencia a la figura que anuncia una marca de neumáticos; las Marías prestan su nombre a las asignaturas que son fáciles de aprobar; las Marujas a las amas de casa de bajo nivel cultural; las Maricas (diminutivo de María) a los pegos, urracas o picazas y, de forma despectiva, a los homosexuales; del atolón de Bikini, hoy deshabitado por haber servido de teatro para unas pruebas nucleares realizadas por Estados Unidos, ha perdurado el nombre para aludir al traje de baño femenino de dos piezas, porque las pioneras que se atrevieron a ponérselo provocaban en los hombres un efecto explosivo parecido al de las bombas que llovieron sobre el islote devastado; y hasta unos zapatos de mujer, con plataforma y altos tacones, reciben el nombre de letizios en honor y gloria de la princesa de Asturias?

Y si echamos un vistazo al mundo de la literatura, hay unos lentes circulares con una armadura a propósito para sujetarse en la nariz que son denominados quevedos, debido a que con unos anteojos de esta catadura fue retratado el inolvidable escritor, ese genial cojitranco madrileño, capaz de retorcer la sintaxis y sacar a las palabras de quicio hasta convertirlas en afilados dardos para la sátira o en instrumentos idóneos para la expresión de las heridas calladas que yacen en los claustros del alma, o de la angustia que empoza el espíritu y lo sumerge en un reino inaccesible a las más leves y tibias caricias de la luz.

Como afirmaba Borges, Francisco de Quevedo era menos un hombre que una dilatada y compleja literatura, por lo que para terminar este artículo no tengo por menos que señalar que los grandes personajes de las letras españolas también se emplean por antonomasia como sustantivos comunes. Así, la vieja y alcoholada Celestina, la que, con embrujos y astutos silogismos, condujo a la gentil Melibea al ameno huerto al alcance de la lasciva zarpa de Calisto, nombra a las alcahuetas que conciertan voluntades y encubren y alientan los amores ilícitos.

Lázaro, aquel niño que nació en una aceña del Tormes y fue encomendado en su más tierna infancia por su madre a un crudelísimo ciego por su imposibilidad para mantenerlo, explica que desde hace siglos se use el diminutivo de lazarillo para referirse a los que guían a los que carecen del don de la visión.

Aquel hidalgo de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, que convirtió su vida monótona y grisácea en una novela de caballerías en la que desfacer entuertos, amparar doncellas y defender a los débiles y menesterosos, ha provocado que se use el vocablo quijote para aludir a los hombres que anteponen los ideales a los intereses, y acometen empresas justas aunque estén abocadas al fracaso, quizás por su empeño en confundir molinos con desaforados gigantes o ventrudos y socarrones venteros con defensores de la filantrópica Orden de la Caballería.

Y por último, se dice que es un donjuán a aquel que tiene una pasmosa facilidad para conquistar mujeres, en remembranza del famoso Burlador de Tirso, retomado por Zorrilla siglos más tarde, y que ha dado lugar a infinidad de obras en distintos géneros literarios y musicales, si bien semejante personaje, afortunadamente, me imagino que ya está periclitado, pues tiene su hábitat en una sociedad en la que la deshonra constituía una especie de muerte social para la mujer, por lo que estos caballeretes se acercaban a ellas menos respondiendo a una pulsión sexual que a una especie de sadismo fetichista: eran unos coleccionistas de nombres de féminas burladas (lo mismo que el marqués de Berlanga coleccionaba vellos púbicos en frascos de cristal), cuya fama resplandecía en la medida en que se tiznaba la reputación de sus infelices presas, de las que no podían enamorarse para tratarlas, desde un plano superior, como objetos. De ahí que, a partir del momento en que don Juan reparara en la mirada de la joven novicia doña Inés, se acabara su condición de tal y se desmoronaran sus pies de barro.