El «oficio» del redactor de discursos públicos (o políticos) no es nuevo. De hecho existe un antiguo término para definir a esos profesionales: el logógrafo.

La palabra «logógrafo» aparece por primera vez en Tucídides (un historiador y militar ateniense, considerado el padre de la «historiografía científica» y de la escuela del realismo político). Y, desde entonces, ha tenido varios significados, siempre relacionados con la escritura: prosista (por oposición al poeta); historiador; redactor de discursos judiciales; redactor de tratados literarios, etc.

Desde entonces, no ha cambiado mucho el oficio. Hoy los logógrafos son, en esencia, asesores de políticos. Pero hacen un trabajo similar al que hacían hace miles de años: ordenan ideas y hacen que brillen al pronunciarlas.

En países como Estados Unidos o el Reino Unido los logógrafos («speechwriters», o «ghostwriters», en inglés) son un colectivo consolidado. Es más, se considera una auténtica profesión la del asesor político, que puede llegar incluso a trabajar para distintos partidos políticos. Suelen ser, además, prestigiosos profesionales, con amplio reconocimiento público. Así, por ejemplo, David Gergen (actual profesor de la Harvard Kennedy School) trabajó para cuatro presidentes estadounidenses, tanto republicanos como demócratas (Richard Nixon, Gerald Ford, Ronald Reagan y Bill Clinton), y líderes de ambas formaciones reconocen su magnífica labor (algo impensable, hoy por hoy, en España).

Otros, como William Safire, firmaron una columna en «The New York Times» durante más de 30 años, en la que opinaba, entre otras muchas cuestiones, sobre su trabajo como asesor de políticos (Safire fue el famoso asesor encargado de escribir el discurso de dimisión del presidente Nixon, en agosto de 1974, junto con Ray Price). Y algunos, como Ted Sorensen (el logógrafo de Kennedy), Charlie Fern (la escritora para George W. Bush) o el joven Jon Favreau (redactor jefe de los discursos de Obama entre 2007 y 2013), propiciaron que sus nombres quedaran íntimamente ligados al de los líderes norteamericanos a los que sirvieron.

Los logógrafos españoles no son muy numerosos (ni conocidos). Suelen ser personas con sólida formación académica y que han trabajado muchos años en el contexto de la política (siempre en segunda línea). Existen, por lo tanto, y trabajan en nuestro país. Otra cosa es que no conozcamos sus nombres y apellidos.

No obstante, poco a poco, empieza a reconocerse la labor de los profesionales de las bambalinas políticas. Así, por ejemplo, en sus inminentes memorias, Fernando Ónega explica cómo, entre 1976 y 1978, asesoró a Adolfo Suárez en sus discursos (y explica, por ejemplo, cómo cinceló la famosa frase «puedo prometer y prometo», que ha pasado a la historia de nuestra transición a la democracia).

Lo que está claro, ya en pleno siglo XXI, es que los ciudadanos tienen derecho a saber quiénes asesoran a los políticos que ellos han elegido a través de las urnas. En países de amplia tradición democrática los asesores políticos son consustanciales al ejercicio de la política (y de la calidad de la democracia). Por eso, en otras latitudes está perfectamente asumido que un buen político debe rodearse de un sólido (y públicamente reconocido) equipo de profesionales para hacer bien su trabajo. Y, entre los miembros de ese equipo, siempre habrá un logógrafo: alguien encargado de escribir y de articular los discursos, las intervenciones públicas.

En una arena pública tan confusa, tan cacofónica y tan vertiginosa como la actual, tan expuesta a los medios de comunicación, solo los candidatos y los líderes con discursos políticos nítidos, reconocibles y bien articulados acabarán fraguando. Así lo resume el sociólogo Luis Arroyo, al concluir su extraordinario libro «El poder político en escena»: «sobreviven (los líderes) que dan con la narrativa oportuna, quienes resultan creíbles al contarla y quienes la representan sin descanso».

Las propuestas, las ideas, son la esencia de la política. Y no hay otra forma de articular las ideas políticas más que a través de los discursos de los líderes que las encarnan. Discursos que ya no pueden estar repletos de eslóganes o de frases prefabricadas: queremos contenidos, queremos propuestas políticas de fondo, acompañadas de mucho trabajo didáctico en materia de comunicación, para que sean bien comprendidas cuando sean recogidas, explicadas y difundidas por la prensa, por la radio, por la televisión y por Internet.

Eso redundará, necesariamente, en la mejora de la calidad de una democracia. Y, en consecuencia, hacer buenos discursos políticos será parte de esa mejora democrática que tanto necesitamos en España. No para escuchar palabras vacías de significado o bonitas promesas, sino para comprender sus implicaciones y exigir su cumplimiento.

Así empieza, en definitiva, el rendimiento de cuentas de aquellos que gestionan nuestras instituciones (y nuestros impuestos).

(*) Miembro del Consejo Directivo de la Asociación de Comunicación Política (ACOP)