A don Cicuta lo recordamos casi todos con cierto cariño. Era un personaje popular que aparecía en un programa de entretenimiento de TVE. Tal programa no resultaba trascendente pero era amable y tenía una cierta audiencia continuada y admiradora entre adultos, niños y jóvenes. Digamos que era un programa cultural a su manera, de alcance de nivel medio de bachillerato o primaria, ya que las preguntas propuestas no tenían dificultades especiales: solo requerían no ponerse nervioso ante los focos inclementes de la televisión.

Don Cicuta aparecía en la pantalla como un ser serio y malhumorado, de cara triste, largas barbas descuidadas, ademanes hoscos y torvas miradas. Tenía en aquel entonces su enjundia psicológica porque era la antítesis o el contrapelo a la alegría bulliciosa de lograr dinero fácil. Desde el principio se notaba su encono y enfado contra los concursantes. Si estos acertaban, don Cicuta sufría y se llevaba las manos a la cabeza mesándose los cabellos y volviendo los ojos; pero si fallaban, don Cicuta chillaba eufórico, vociferaba más bien, proclamaba el error tocando cencerros y procuraba en todo momento humillar al equivocado concursante. Y además no escapaban a sus invectivas malhumoradas las chicas del programa ni el mismo presentador que hacían el programa ameno y simpático.

Don Cicuta, por supuesto, era ficción televisiva por los cuatro costados, muy del gusto de la época de Chicho Ibáñez Serrador, era pura broma, pero como avance de la realidad. Era la representación de los que causan hoy claramente preocupación y que son reales, de carne y hueso en su intencionalidad de actuar de don Cicuta. En todos los rincones de nuestra vida los encontramos día a día, relamiendo la miel de sus amarguras y de su disconformidad vital con lo que hay.

Pero donde más se notan es en los medios de comunicación masiva. En la prensa nos encontramos a políticos haciendo de periodistas y a muchos periodistas haciendo política. Es como si estuvieran todos ellos en una torre de marfil desde la que enjuician acontecimientos y profetizan lo que va a venir. Y es así como se sienten demócratas de toda la vida y parlamentarios libres. Si por azar el devenir político es lisonjero y se otean previsiones de algún éxito, sufren y padecen y se ponen a comparar lo que aquí se logra con lo que acontece en otros países. Unas veces los EE UU son la panacea a imitar y otra son el Belcebú con imposible arreglo. Si por el contrario en el devenir político o social se entra en regresión y hay errores, tocan cencerros y bocinas agudas y tañen las campanas de disgusto que siempre tienen a mano: sacan su mercancía escondida para la ocasión y la exponen con detalle para delectación de su ego. Llaman maniqueos a los demás cuando no se les da la razón o los denominan inmovilistas si persisten en una idea que les convence.

Con razón vestía de negro don Cicuta y desayunaba vinagre con limón en vez de café con leche.

Y ¡últimamente cuántos don Cicutas vemos diariamente en todos los medios y ámbitos de nuestras vidas!