Desde su publicación, fechas pasadas, he dejado correr el tiempo para así poder escribir sin ira, desde la objetividad y la verdad, sobre el informe de «Vulneración de Derechos Humanos en el Caso Vasco» presentado por el lendakari, Íñigo Urkullu, y el obispo emérito de San Sebastián, un viejo conocido de los zamoranos, Juan María Uriarte Goiricelaya. Como católica me siento avergonzada al saber que un prelado, por muy vasco que sea su RH, se haya prestado a presentar un informe que asume las tesis batasunas y manipula los datos equiparando los crímenes de Eta con muertes atribuidas a cuerpos policiales.

No me extraña que mentalidades como la de Uriarte impidieran que siempre que Eta asesinaba a un guardia civil o un policía nacional, ni un solo templo en las Vascongadas abriera sus puertas para recibir el féretro del agente muerto y no hubiera un solo sacerdote vasco con los arrestos suficientes para oficiar lo que no se le niega ni al peor de los dictadores y asesinos: una misa por el eterno descanso de aquel uniformado, casi siempre un chico joven de veintipocos años. Cómo iban a hacer semejante cosa los Uriarte parroquiales si en las sacristías de sus templos escondían a los asesinos que extorsionaban, atentaban con coches bomba y tiroteaban a sus víctimas rematándolas con el tiro de gracia en la nuca. ¡Cobardes! Unos, los que empuñaban el arma y otros los que melifluamente subían la mirada al cielo, Uriarte siempre ha preferido fijarla en el suelo por si acaso pisa donde no debe.

La Iglesia vasca fue cómplice desde el principio de todos los asesinos etarras, de todo ese movimiento vesánico y absurdo que se generó, nunca sabré en base a qué, cuando en Vascongadas se ha vivido siempre como no se ha vivido en el resto de España, hasta el punto de ser lugar de acogida de una inmigración masiva. El censo de los «pura raza Arana» subió gracias a la vasconización de tantos nombres y apellidos procedentes de la vieja Castilla, Andalucía, Extremadura e incluso Levante. Y cuando hablo de la Iglesia vasca, me refiero también a algunas congregaciones de religiosos que incluso se han permitido la chulería de reconocerlo sin una pizca de arrepentimiento en sus voces. Y porque no quiero hacer sangre, ya que no soy como ellos, que si no. Y no es una amenaza. Las amenazas son solo eso.

Algo se me revuelve por dentro a la vista del citado informe en el que puede cifrarse en 1.004 el número de las personas muertas por «vulneración de los derechos humanos» de las que, según Uriarte y Urkullu, 94 corresponderían a las Fuerzas de Seguridad del Estado, 837 a la banda terrorista Eta y 73 a grupos parapoliciales y de extrema derecha. ¡Vaya forma de darle la vuelta a la verdad! Eso tiene un nombre pero mi educación no me permite reproducirlo. Que lo haga Urkullu, bueno, qué cabe esperar de un cachorro de Sabino Arana. Pero que lo haga Uriarte, ¡se me revuelven los entresijos corpóreos! El Santo Padre nos mandó un lobo para guardar el rebaño y sobrevivimos, cómo no vamos a sobrevivir a esta indignidad de la que pienso seguir hablando a lo largo de todo el verano, porque hay mucha tela que cortar. Ahora, de momento, vaya para las Fuerzas Armadas, para los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y muy especialmente para la Guardia Civil, tan masacrada por los hijos de perra etarras, mi respeto, mi afecto más profundo y mi admiración por su tarea que nos libra de tantos males como nos acechan.