Durante mi penúltima estancia en Zamora -gracias al Club La Opinión y a su responsable por tan emotiva presentación literaria-, quedamos con unos familiares en La Farola, epicentro geográfico y quizá neurálgico del diario palpitar zamorano. Mi memoria infantil no conservaba una imagen física, sino mental del monolito. Quiero decir que siendo niño al oír hablar de la Farola como punto de encuentro, debí concebir el lugar como uno más de los numerosos fanales de luz que iluminan la oscuridad del callejero zamorano. Cuando hace unos años la redescubrí en singular, estuve analizando con detalle su estructura. Me agrada su disposición a modo de árbol, con un tallo central del que parten distintos focos a modo de ramas. El color verde desvaído y el breve jardincillo circundante contribuyen a resaltar esta concepción arbórea.

En mi infancia, La Farola era una especie de frontera que marcaba la diferencia entre el juego y la seriedad, o sea entre la diversión y el aburrimiento. Cuando salíamos de paseo con nuestros padres desde la casa familiar en Los Bloques, los críos íbamos sueltos, corriendo libres y haciendo chiquilladas; solo teníamos que prestar atención a los coches cuando cruzábamos el edificio de ladrillo rojo donde estaba la maquinaria de Obras Públicas -ahora son instalaciones de la Policía-, pero entonces el polígono de La Candelaria estaba casi sin urbanizar, apenas había tráfico y el peligro de atropello era escaso.

Proseguían nuestras correrías al atravesar las amplias aceras que bordeaban los institutos femenino y masculino. Mientras los progenitores andaban enfrascados en sus conversaciones de mayores, nosotros jugábamos al escondite detrás de los muros o los árboles del paseo, o cambiábamos cromos y echábamos carreras, según se terciara. Naturalmente, los papás no nos perdían de vista y siempre se oía alguna voz o gesto amenazante hacia los zagales más revoltosos.

Sin embargo, nuestra buena ventura finalizaba cuando la expedición llegaba a La Farola y nos disponíamos a cruzar la carretera de Salamanca para entrar en el corazón financiero y comercial de la «city» zamorana. Por aquel entonces Santa Clara y San Torcuato no eran vías peatonales -sin duda un notable acierto- y la circulación de coches solía ser intensa. En consecuencia, los niños debíamos ir sujetos de las manos maternas sin remisión. Solía ser habitual el encuentro paterno con amigos y conocidos durante el paseo, con las consiguientes paradas para saludos de cortesía, demandas de salud de parientes enfermos y comentarios varios. Anecdóticamente, recuerdo haber captado al vuelo que en las inevitables opiniones sobre la rabiosa actual, la mayoría de contertulios se manifestaba como «apolítico» (quizá interpretable como ser «de derechas de toda la vida»).

Cuando los encuentros se prolongaban, el frágil aguante infantil se consumía rápidamente y los críos empezábamos a revolotear impacientes. En ocasiones la fórmula del «estate quieto» y el tirón de manos no bastaba y algún cachete o azote sancionaba a los más díscolos, especialmente a los temerarios que bajaban del estrecho bordillo con el consiguiente riesgo de atropello, aunque la cosa nunca pasó a mayores. Como los peregrinos sufrientes que hallan la tierra prometida, nuestras penas desaparecían cuando de regreso, divisábamos La Farola, volvía la libertad y el esparcimiento e, incluso, si no nos habíamos portado demasiado mal, teníamos permiso para jugar un rato en la calle mientras estaba lista la cena.