Cuando salió de su palacio episcopal camino de Roma, aún no sabía que era la última vez que lo hacía como arzobispo de Buenos Aires.

En torno a las diecinueve horas de aquel trece de marzo, finalizada la quinta votación del segundo cónclave del tercer milenio, no había certeza absoluta de que la fumata fuera blanca. Al principio, mientras duró la incertidumbre, fue un murmullo, un apenas perceptible susurro que pasó a rumor y creció imparable hasta convertirse en poderoso clamor que hizo estallar de júbilo la abarrotada plaza: «¡é bianca!, ¡é bianca! ¡La fumata é bianca!». Sin dudas, por fin, inequívocamente blanca. Las campanas de la basílica de San Pedro repicaron alborozadas. Había nuevo pontífice.

Llegaba allende los mares, casi del fin del mundo, y en ese momento se ponía, en la sala de las Lágrimas, una de las tres sotanas blancas. Al aceptar su designación como pastor universal de 1.200 millones de católicos, los ciento catorce cardenales le expresaron, uno a uno, incondicional obediencia. Todo estaba a su favor, sin embargo, Jorge Mario Bergoglio no se dejó llevar por el vértigo del momento y tuvo lucidez suficiente para ser consciente de sus limitaciones. También humildad para pedir sabiduría con la que llevar a buen puerto su barca.

Aquella mañana los cardenales habían cumplido, una vez más, su ritual de traslados, rezos y oraciones y cuando salieron de la capilla Paulina y entraron en la Sixtina buscaban al sucesor de Pedro. Al final de la tarde, lo encontraron. Hijo de un país muy alejado de la Europa del bienestar, allí estaba, sobrecogido y entonando con sus hermanos el Tedeum con que finalizaba el rápido cónclave. La Iglesia dejaba de ser «eurocéntrica» y se acercaba un poco más a la realidad social y a los hombres.

Cuando se puso la estola papal, ya en el balcón central de la basílica, los príncipes de la Iglesia se sintieron aliviados. Carraspeó ligeramente, respiró con fuerza y Francisco, el nuevo vicario de Cristo en la tierra, se dispuso a dar su primera bendición «urbi et orbi». Comenzaba un papado.