Es claro que hubo las dos cosas. Pero aclarar cuál fue la que protagonizó el acto, un tanto ambiguo, que tuvo lugar en la Catedral de Zamora a las 13.00 horas del domingo pasado, no es nada fácil.

Desde luego hubo concierto, ello es evidente. El acto formaba parte del programa del Pórtico de este año que, como todos sabemos, se desarrolla conforme a un programa musical, como una serie de conciertos de música sacra preparatorios, se dice, al ambiente religioso de la Gran Semana de Zamora. La Schola Antiqua, uno de los escasos coros que en nuestro país dedican la mayor parte de su actividad, conciertos y grabaciones, a la pervivencia del repertorio gregoriano, cantó (repugna un poco aquí decir «interpretó», suena un poco pobre) las piezas gregorianas correspondientes al III Domingo de Pascua, con el introito «Laetare», «Jerusalem (Alégrate, Jerusalén)» y las cinco partes del ordinario de la misa («Kyrie», «Gloria», «Credo», «Sanctus», «Agnus Dei») correspondientes al tiempo de cuaresma. La interpretación de la Schola comunicó a los asistentes con un sonido nítido ese respiro de júbilo que rezuma la inspirada y sobria melodía que llegaba a nuestros oídos, justo a la mitad del severo tiempo penitencial de Cuaresma. A ello contribuía la sonoridad afirmativa, serena y bien fundada, muy cercana a un sistema mayor tonal, de estas piezas, tardías en el conjunto del repertorio gregoriano, y por tanto más familiares a los oídos de hoy que los vetustos sistemas que son el «material de construcción melódica» de infinidad de piezas del repertorio gregoriano. Durante cuatro años las hicimos sonar bajo esas mismas bóvedas los 16 cantores de la Schola cantorum del Seminario de Zamora, y durante otros 14 más las acompañaba yo mismo al órgano, con un leve susurro del flautado para sujetar las voces de los cantores, Juan Manuel Hidalgo y los otros miembros de la Capilla. Así que para mí fue un momento emotivo, lleno de recuerdos sonoros, escuchar, idénticas, las melodías que todavía tengo en la memoria, las mismas que sonaron durante más de diez siglos seguidos en todas las catedrales, colegiatas y templos abaciales de Occidente.

Siempre es un privilegio escuchar hoy el canto gregoriano, porque las ocasiones son muy escasas, ya que apenas sobrevive en contados y retirados monasterios. Bien es verdad que los investigadores, en una lenta marcha hacia atrás, van sospechando, cada vez con más certezas, que esta forma de cantar el gregoriano es un invento de monjes franceses atacados de romanticismo, que en buena parte crearon lo que nunca pudo ser cantado así, dicen ellos, cuando comenzó a sonar, allá por los siglos últimos del primer milenio. Pero también es cierto que durante casi otros cien años estas melodías restauradas entraron en la memoria de millones de cantores que las recordamos porque las cantábamos con la intensidad y la emoción estética que el canto gregoriano da a la palabra, al ser la unión más perfecta entre texto y música que en las tierras de Occidente se ha inventado. Conclusión: claro que hubo concierto, ¡y mucho más que un concierto!

Que también hubo misa, es indudable: había un celebrante presidiendo un acto ritual en el templo madre de la diócesis, una presencia de fieles que asistieron y participaron en él, junto a otros muchos que simplemente fueron a escuchar una música hoy extinguida en su «hábitat» natural, buscando seguramente un placer estético. Y hubo un celebrante que presidió, habló, esperó ¡sin prisa!, dejando momentos a la reflexión, a la interiorización, a la meditación. Y que además tuvo la suerte de que tocaba comentar nada menos que la parábola del hijo pródigo, que le proporcionó la ocasión de bordar una homilía ejemplar en fondo y forma, de esas que uno quisiera oír más a menudo cuando tiene que asistir a un acto de culto.

¿Y los fieles que asistían también participaron? Claro que participaron, pero sobre todo escuchando (aparte de los que comulgaron), a la manera que les permitió la fórmula musical escogida para esta misa, que fue una marcha atrás en el tiempo en el aspecto musical. Porque al ser a la vez un concierto, la Schola asumió también las partes que corresponde cantar a la asamblea, pues también se trataba de escuchar. Pero claro, lo que no hubo fue participación audible y visible en las músicas. Y aquí prevaleció el concierto sobre la celebración: fue como una especie de misa «venida a menos». Pero esto es solo una forma de hablar, pues las experiencias de participar en las músicas de las celebraciones están condicionadas por la calidad de los textos y las melodías que hoy se pueden escuchar en las iglesias. De todo hay, pero abunda demasiado lo mediocre.

Porque hubo un momento en que los músicos profesionales de la Iglesia, los Maestros de Capilla, pudieron crear un nuevo repertorio de cánticos de buena calidad con los nuevos textos traducidos a las lenguas vivas a raíz de la aplicación de la Constitución de Sagrada Liturgia, promulgada por el Vaticano II. Pero por estas tierras nuestras no se aprovechó ese momento. Los responsables de la música en las catedrales se negaron a crear música, se aferraron al latín con la disculpa de salvarlo, y perdieron la oportunidad que el cambio les daba. Y el vacío se llenó con una invasión de nuevas cancioncillas, con nuevos inventos hechos en buena parte por aficionados con voluntad pero sin profesión, con empeño pero sin conocimiento de las raíces de las músicas religiosas, y sin hondura en los textos.

De ahí el valor de esta referencia al pasado que es el canto gregoriano, que siempre será una lección de bien hacer, un ejemplo de unión perfecta entre un texto inspirado y una melodía que parece como brotar de las palabras. Aunque sea en concierto, la escucha del canto gregoriano parece que hoy por hoy sigue siendo casi imprescindible para buscar nuevos caminos en las músicas que suenan en los templos.

Porque siglos enteros de buenas músicas no se pueden tirar por la borda a impulsos del lema de que «hay que estar con los tiempos». Claro que hay que estar, pero las lecciones hay que aprenderlas de quienes supieron dárnoslas.