La palabra inglesa últimamente en la boca de todos los que se dedican a la industria energética es «fracking» o fracturación hidráulica. Es decir, la inyección a alta presión de agua, en ingentes cantidades, arena y diversas substancias químicas -ácidos, cloros y sales-, muchas de ellas supuestamente tóxicas, para sacar a la superficie el gas que contienen las formaciones rocosas subterráneas.

Como un día ocurrió con el oro, Estados Unidos, pero también el vecino Canadá parece vivir la fiebre del «fracking». Y quienes propugnan esos nuevos métodos hablan de la creación de cientos de miles de puestos de trabajo, que servirán para extraer del subsuelo un gas barato que revitalizará la industria, la volverá más competitiva y acabará de paso con la actual dependencia occidental de los países del Golfo.

Aunque en menor medida, también en Europa parece cundir el entusiasmo de la industria por las posibilidades que ofrece la nueva tecnología de extracción del llamado gas de esquisto o de pizarra. Alemanes, holandeses, polacos, y otros, también entre nosotros, se lo están planteando.

En los últimos seis años, la producción de gas en Estados Unidos se ha incrementado en un 24 por ciento, y cerca de una cuarta parte del extraído corresponde al gas de esquisto. Se han perforado, según se cuenta, cerca de medio millón de pozos en una treintena de Estados.

Eufórica, la Casa Blanca habla ya de que Estados Unidos tendrá gas para cerca de un siglo más. Y el país podrá seguir devorando energía al mismo ritmo que lo ha venido haciendo hasta ahora, sin preocuparse lo más mínimo de las consecuencias de ese comportamiento para el futuro del planeta.

Otros, sin embargo, como el politólogo Nafeez Mossadeq Ahmed en la revista mensual Le Monde Diplomatique, califican de «estafa» todo el revuelo creado en torno a la explotación de gas y petróleo de esquisto y advierten de una burbuja especulativa que estallará antes de lo que muchos piensan.

Según el científico David King, que fue asesor del Gobierno laborista británico, el rendimiento de un pozo de gas de esquisto cae entre un 60 y un 90 por ciento tras solo un año de explotación.

Mientras tanto, las organizaciones ecologistas como Greenpeace no se cansan de advertir de los peligros de la nueva técnica del «fracking» para el planeta y quienes lo habitan: el empleo de millones de litros de agua, la contaminación de las reservas de agua potable o el escape a la atmósfera de moléculas del gas metano, que potenciarán el efecto invernadero. Incluso hay quien habla de la posibilidad de que se produzcan temblores de tierra.

Nada de eso parece preocupar excesivamente a las multinacionales de la energía, que se congratulan del descubrimiento además en los últimos años de nuevos yacimientos de petróleo que convertirán para 2020 a Estados Unidos en el primer productor de oro negro, por delante incluso de Arabia Saudí, de hacer caso a la Agencia Internacional de la Energía.

Nada importa que en la explotación de los nuevos yacimientos se consuma mucha más energía, que en la extracción de los petróleos bituminosos escape a la atmósfera mucho más CO2 que en el caso de los convencionales.

Con el descubrimiento de nuevas reservas, disminuirán los incentivos económicos, los únicos que cuentan, para el desarrollo de las energías alternativas y no contaminantes. Y el mundo, con Estados Unidos a la cabeza, pero con los populosos países emergentes cada vez más cerca, seguirá consumiendo gas y petróleo tan despreocupadamente como hasta ahora.