Tuvo que comenzar a trabajar muy temprano por necesidades de la vida, como tantas mujeres trabajadoras. Contaba 15 años. Fue a la muerte de su padre.

Supo lo que eran muchas horas de trabajo para un exiguo jornal, como todas las trabajadoras de mediados del XIX, que percibían una tercera o cuarta parte del salario del varón.

Vivió a la sombra de la pobreza, como ocurría en todos los hogares de la época cuando faltaba el cabeza de familia, única fuente de recursos.

Superadas las primeras dificultades económicas, estableció un modesto taller de su propiedad, dedicándose a la pasamanería, cordonería y otras labores. Aunque ya gozaba de una situación más desahogada, optó por seguir viviendo pobremente. Educada en la fe desde la infancia por sus padres, cristianos ejemplares, y más tarde por los padres de la Compañía de Jesús, aprendió a trabajar con el mayor recogimiento posible. Pronto aparecieron en su vida, al lado del Corazón de Jesús, José de Nazaret y María Inmaculada, a los que buscaba imitar en su vida de trabajo en Nazaret. Sus amigas la buscaron para disfrutar de su compañía las tardes de domingos y festivos. Las atraía su testimonio de vida y comenzaron a reunirse en su casa. Casi todas eran trabajadoras como ella. Querían aprovecharse de sus enseñanzas. Juntas decidieron formar la Asociación de la Inmaculada y san José, con sede en su casa.

El encuentro providencial con Francisco Butiñá, jesuita catalán, apóstol de los hombres y mujeres del mundo del trabajo, cambió la orientación de su vida. Supo descubrir muy pronto los tesoros de gracia que escondía el corazón de aquella chica y la fue preparando para la misión que creía era la voluntad de Dios sobre ella: dedicar la vida a la evangelización de otras trabajadoras. Y fundaron juntos una congregación religiosa femenina que perpetuaría su taller. Convertida en fundadora de las Siervas de san José, Bonifacia encarnó en su vida el proyecto de la Congregación:

Buscaba y hallaba a Dios en su trabajo hermanándolo con la oración en la sencillez de la vida cotidiana, ofreciendo el trabajo cada mañana, agradeciéndolo al caer de la tarde e intercalando cada media hora breves jaculatorias que la ayudaban a permanecer en la presencia de Dios durante la tarea y a contemplar la vida laboriosa de Jesús, María y José, trabajadores en Nazaret.

En el Taller de Nazaret -nombre que recibían las casas de la Congregación- trabajaban codo a codo con otras mujeres pobres que carecían de trabajo, enseñándoles un oficio a las que no lo tenían. A todas les enseñaban a encontrar a Dios en el trabajo como hacían las Siervas de san José, pues la espiritualidad de la Congregación iba dirigida a todas las integrantes del Taller de Nazaret.

Intentaban, así, librarlas de los riesgos que corrían al trabajar fuera de casa en los comienzos de la revolución industrial española.

Las Siervas de san José no llevaban hábito, vestían como las artesanas del país e igual que las mujeres que acogían en el taller, solo se distinguían en la medalla que llevaban sobre el pecho las religiosas. No entregaban dote y tenían caja común.

Aquellas mujeres seguían siendo trabajadoras, no se desclasaban. Ellas eran las protagonistas de aquel novedoso proyecto de vida religiosa femenina que suponía una valiente apuesta por la mujer trabajadora pobre, a la que se consideraba capaz de llevarlo a cabo sin otros medios que su trabajo.

Desde este proyecto de vida, Bonifacia hizo de su trabajo cotidiano un lugar de la presencia de Dios: «Piadosísima siempre, no menos en el trabajo que en la capilla, pues, cuando durante las labores del taller rezaba en voz alta las jaculatorias y renovaba la presencia de Dios, lo hacía con un fervor extraordinario. Yo creo que trabajaba siempre en unión de la Sagrada Familia, a la que tenía una devoción extraordinaria». «Siempre estaba en la presencia de Dios, tenía don de oración».

Fruto de su propia experiencia son estas palabras: «Para estar unidas con Dios no hay mejor cosa que andar siempre en su presencia. Dios está delante de mí y yo delante de Él, me está viendo, me está animando». Repetía a las hermanas con frecuencia: «Hijas, que no tenemos otras rentas que nuestro trabajo y en él hemos de mirar el ejemplo del taller de Nazaret. La Sagrada Familia ha de ser nuestro modelo».

Gozó de una íntima amistad con el Señor que «le prodigaba consuelos más sólidos a su sierva». Así, en el momento de la prueba, la encontró madura para seguirle en el camino de la cruz. Destituida como superiora de la comunidad en su ausencia, no salió de su boca una palabra de queja. Humillada, desprestigiada, calumniada, nunca hizo reivindicaciones, sino que guardó silencio y perdonó, como Jesús en su pasión. «Se sentía dichosa de imitar el silencio de Jesús y su caridad en perdonar a los que lo crucificaron». Son testimonios de sus compañeras de comunidad.

Mientras la casa madre de Salamanca orientaba el Instituto hacia la enseñanza, ella realizaba en la nueva fundación de Zamora con toda fidelidad los fines de la Congregación, educando y enseñando un trabajo a niñas y jóvenes pobres que necesitaban trabajar para vivir. El objetivo era enseñarlas para que llegasen a ser «menestralas cristianas».

En la homilía de canonización el papa Benedicto XVI nos hacía esta invitación:

La nueva santa se nos presenta como un modelo acabado en el que resuena el trabajo de Dios, un eco que llama a sus hijas, las Siervas de San José, y también a todos nosotros, a acoger su testimonio con la alegría del Espíritu Santo. Nos encomendamos a su intercesión, y pedimos a Dios por todos los trabajadores, sobre todo por los que desempeñan los oficios más modestos y en ocasiones no suficientemente valorados, para que, en medio de su quehacer diario, descubran la mano amiga de Dios y den testimonio de su amor, transformando su cansancio en un canto de alabanza al Creador.

La mujer trabajadora ya tiene en quien poner los ojos para seguir a Jesús: santa Bonifacia, una trabajadora entre tantas.

Principales datos biográficos de santa Bonifacia:

Bonifacia Rodríguez de Castro nace en Salamanca el 6 de junio de 1837. A la muerte de su padre, en febrero de 1853, comienza su vida de trabajo. Hacia 1865 monta su propio taller, en fecha que desconocemos sus amigas le piden pasar con ella las tardes de domingos y festivos. El 10 de enero de 1874 funda en Salamanca con Francisco Butiñá, sj., las Siervas de san José. El 4 de abril de este mismo año el fundador deja Salamanca para no volver, quedándose Bonifacia sola al frente de la Congregación en un ambiente hostil. Al no consentir cambios en la constituciones del fundador, el nuevo director promueve su destitución como superiora de la casa de Salamanca el 28 de diciembre de 1882. Funda una nueva comunidad en Zamora el 25 de julio de 1883. Fallece olvidada por la casa madre y llena de virtudes en Zamora el 8 de agosto de 1905. El papa Juan Pablo II la beatificó en noviembre de 2003 y Benedicto XVI la canonizó en octubre de 2011.

(*) Sierva de San José