Preceptivamente las cuentas públicas -se trate de una institución, de la Administración o esté en la consideración una entidad privada- deben estar a disposición de los ciudadanos o de los socios, para que unos u otros puedan examinarlas y obrar en consecuencia cuando se celebran asambleas generales o plenos de la institución en cuestión. De hecho el punto del orden del día que se refiere a las cuentas es el que suele ocasionar mayores discusiones. Está mandado, incluso, que se señale un período en el cual las cuentas se expongan al público para que los interesados puedan cumplir con su labor fiscalizadora.

El comportamiento en este asunto es diferente, tanto por parte de los gestores de la sociedad como por parte de los socios o ciudadanos. La mayoría de los gestores son exactos cumplidores, y hasta escrupulosos, para que las cuentas lleguen al conocimiento del público a su debido tiempo. Pero también existen otros que «guardan» tan escrupulosamente lo que constituye la documentación de la entidad que el público acude a la asamblea general o al pleno sin haber podido echarle, siquiera, un vistazo a las cuentas. Se les entrega en el acto un folio con el resumen -más o menos claro- y parece que eso es suficiente. Después ocurre lo que ocurre: en un punto crítico y después de una discusión clamorosa hay que revisar y hasta «cuadrar» las cuentas de varios años anteriores. Por parte de los administrados, también se dan dos actitudes. Los hay que examinan «con lupa» las cuentas y obran en consecuencia cuando se presenta la ocasión; y hay otros que se fían hasta tal punto que «se enteran por la prensa» de irregularidades graves perpetradas por los gerentes de turno. Y también -como ocurre con los gerentes- pueden darse las exageraciones en las dos posiciones.

En este periódico se han presentado recientemente casos que podríamos encuadrar en las dos posiciones fundamentales. En un Ayuntamiento que cuenta con unos 500 habitantes, contados la cabeza del municipio y sus tres pedanías, se están tratando ahora presuntas irregularidades que se han cometido desde hace varios años. Hay duplicidad de puestos, al parecer incompatibles por imperativo legal; y hay, también, asuntos que parecen de adolescentes: llamadas por teléfono al extranjero, que, en su cuantía, cualquiera advierte excesivas para conferencias entre la cabeza y las pedanías, para los asuntos municipales. A los destinos y las cuantías se añade que el horario parece inadecuado en nuestros pequeños pueblos. No son los asuntos tan urgentes que haya que utilizar el teléfono a las tres de la mañana. Sin embargo, ha tenido que pasar bastante tiempo para que, a instancias de los concejales del partido contrario -no de los vecinos del pueblo- se esté ocupando hasta la Justicia en esos problemas. Y eso ocurre en un municipio con censo muy bajo y cuyos ciudadanos disponen de muchos ratos, tal vez hasta de aburrimiento, para acercarse a echar un vistazo a las cuentas, en las que se verán gastos de teléfono algo excesivos para un municipio tan pequeño. Por el contrario, en la capital de la provincia -con censo algo mayor que el de ese municipio- alguien ha utilizado un análisis tan atento que le salido de bulto el «superávit» del Ayuntamiento y, en consecuencia, «ha bajado los humos» de los gestores adjudicando el mérito (y con razón) a los ciudadanos, de cuyas aportaciones ha resultado tal exceso en los ingresos por recaudación.

No voy a tratar de disculpar a los vecinos del municipio pequeño, porque la posible justificación podría ser hasta peyorativa. Ni la necesitan. Sí quiero, en cambio, tratar de llevar algo de tranquilidad a quien está «escamado» con el «superávit» del Ayuntamiento de Zamora. El desfase, sin duda, se debe a un error de cálculo al fijar los márgenes de recaudación. Eso se corregirá en años sucesivos. Peor sería incurrir en «déficit» y entramparse en cuantiosas deudas. El superávit puede emplearse en atención a necesidades que siempre se presentan. Yo siempre he dicho, cuando se trata de no subir una cantidad ridícula a los obreros de una gran empresa, que una mínima cantidad multiplicada por el número de obreros puede representar una cantidad inasumible para la empresa.

El superávit millonario del Ayuntamiento capitalino puede ser el feliz resultado de un exceso diminuto en los impuestos ciudadanos. De cualquier modo, habrá que aplicar a ambos casos aquello de «ni tanto ni tan calvo» en la vigilancia.