Curándose en salud Nicolás Estévanez, honesto político de la Primera República, colocó este aviso a la puerta de su recién estrenado despacho: «El Gobierno de Madrid no tiene destinos, ni dinero...». No tenía nada que la clientela partidista pudiera pedirle. Don Nicolás adelantaba la contestación al famoso grito del correligionario, «ministro, colócanos a todos». Es de lamentar que no cundiera el ejemplo del repúblico canario. Colocados y cesantes significaron en su día el claro y doliente testimonio de la alternancia en el Poder. Porque el clientelismo en la política es comparable a la cizaña en el trigal: crecen juntos y no se dejan separar fácilmente; mal que nos pese, partido y clientela suelen ir como la soga y el caldero. Tal vez más de un militante invoque el derecho primario del «do ut des»; es decir te doy mi voto y tú me recompensas con alguna sustanciosa mamandurria. La cosa es que el político parece entenderlo así: si no dispone de destinos como don Nicolás Estévanez, es muy capaz de creados en beneficio de sus fieles a los que podría dirigirse como el jefe a sus mesnadas con las romanceada frase, «los que comedes mi pan».

Una vez más ha salido en los papeles, y no para alabanza, la envidiable casta de los asesores; estos no son políticos ni funcionarios; no deben el puesto a la decisión inapelable de las urnas ni a la justa y fehaciente superación de unas difíciles oposiciones; fueron señalados por el dedo omnipotente del gobernante de turno. La designación podría resultar justa o injusta, acertada o equivocada, pero el procedimiento se nos antoja palmariamente irregular porque da suficiente motivo al mandamás prepotente para creer que es suyo todo el orégano y puede distribuirlo a su gusto. No se cuestiona la necesidad o la conveniencia de que la administración pública cuente con ciertas asesorías que el progreso de los tiempos aconseja; pero cabe suponer que el suspicaz paganini preferiría que esos cargos temporales se cubrieran por libre y ordenada concurrencia o que al menos, no se ocultaran al conocimiento público los nombramientos y los méritos de los afortunados. Ciertamente la burocracia no goza de la mejor fama; en sí misma no es un mal; sin embargo, la gente se escandaliza cuando la ve crecer en exceso y sin necesidad manifiesta.

Acaso por un momento, la desconsoladora noticia del aumento en el censo del paro ha restado protagonismo mediático a un tal Bárcenas; podría tomarse como un breve entremés en el valleinclanesco esperpento que mantiene en vilo al impasible Rajoy y a toda su atribulada tropa. No son pocos los que se malician que bien podría tratarse de un truco politiquero con las entradas y salidas del extesorero del PP, para distraer al pueblo de cuestiones que le causan más dolor y rabia. En el aumento de parados tienen especial incidencia los recortes en la administración y las empresas públicas que con insistencia vienen reclamando políticos y comentaristas. Es notorio que la transición exultante propició o a1 menos toleró un exagerado engorde de la burocracia; se pasaba de un tiempo de vacas flacas a otro que las pronosticaba opulentas. Se manifestaba palpable el crecimiento de las plantillas municipales; hasta el alcalde Tierno Galván lo reconocía a regañadientes, ante demostraciones incontestables. La burocracia había tomado senderos, en cierto modo negados a los funcionarios; en algún aspecto, los concejales se aprestaron a sustituirlos en tareas que por tradición y ley siempre les fueron atribuidos; bien podría decirse que los políticos quisieron ser funcionarios; se comprende que se supiera con escándalo que un concejal sin carrera tomara decisiones jurídicas encomendas al decano desde los tiempos de Lope de Vega. Luego apareció la bien nutrida casta de asesores .Un periódico -« 20 minutos»- denunciaba ayer en la cabecera de la portada el ingente número de los contratados por el Ayuntamiento madrileño; la alcaldesa Ana Botella cuenta con 162 según reza la portada del periódico citado; por el texto nos enteramos de que también entran en el generoso reparto de asesores todos los partidos que componen la Corporación. La conclusión es clara: El Ayuntamiento de Madrid sí que tiene destinos y dinero que dar ¡Como para que el morigerado Nicolás Estévanez rabiara de envidia!