A media mañana, salgo de casa para dar mi segundo paseo por la Mota; hace frío y un vientecillo cortante exacerba la frialdad ambiental que supera con creces el padecido en las navidades y en todo el mes de febrero, fechas que, habitualmente, son las más crudas del invierno. Prevenido por los rigores pasados en la primera visita mañanera, llevo un chaquetón de paño con el cuello levantado, unos pantalones fuertes de tela, unos zapatos gruesos con calcetines de lana y voy embozado en la bufanda, tapando la punta de la nariz y las orejas. Cuando paso la plaza de Juan Carlos I y enfilo la calle de acceso al jardín, tres personas mayores, de los paseantes incondicionales, que vuelven arrecidos de frío y, por la hora que es, estimo que coincidiremos, sin tardar mucho, buscando calorcillo en el chateo diario, me miran como a un extraño y uno de ellos mientras nos cruzamos y siguiendo andando me aconseja prudencia, exponiendo: «¿Adónde vas con el frío que hace? ¡Hace un frío que pela!». Yo, inmutable, sigo mi camino y al llegar a los jardines un septentrión helador y ligeramente escorado al este, me hace buscar refugio en la Mota Vieja. Allí, mi amigo Manolo, jubilado catedrático de la Helmántica, a sus más de ochenta años está paseando en desafío a las crudas temperaturas. Es un solitario paseante que, ajeno a las inclemencias atmosféricas y obediente, cumple con la caminata diaria prescrita por el doctor. Lo cierto es que, fuera de los rigores del vendaval, aunque hace frío no se está mal.

Me acerco a él, lo abordo con una sonrisa de complicidad y el saludo protocolario de los buenos días. Enseguida me doy cuenta de que estoy rompiendo sus pensamientos, que sus meditaciones le llevaban por un camino ajeno al diálogo, pero su cortesía y su educación, como siempre, me superan y no me atrevo a marcharme de forma improvisada; espero que quebrante él, el silencio y así, mientras andamos hacia la zona biosaludable, me expone una idea, que interpreto como el deseo de romper el mutis, diciendo: «Ese bronce precioso que conmemora la recreación del condado de Benavente, no está en el sitio adecuado, necesita una altura y un espacio que no tiene. Está constreñido entre el deporte y la barbacana. Y don Paco, necesita una glorieta romántica y no estar caído donde está».

Asiento a su visión estética y me atrevo a insinuar que, el bronce, estaría mejor en la Rosaleda.

Me mira de arriba abajo y, entre argumentos históricos, desestima mi proposición diciendo: «Ese sitio debe de reservarse para el fundador de la ciudad que murió en ese lugar, Fernando II de León. Y, a continuación, sigue exponiendo, desde una síntesis histórico-monumental de la villa, que aparte del esplendor benaventano durante el Renacimiento, hay dos hechos de gran transcendencia que se deben resaltar monumentalmente para recuerdo de las futuras generaciones: El primero sería otra estatua frente al Ayuntamiento, de Alfonso IX, el rey zamorano que celebró las Cortes de Benavente, dando preeminencia a los gremios de Artesanos. El otro, sería, otra estatua de Fernando III el Santo, otro rey zamorano, nieto de Fernando II e hijo de Alfonso IX que aquí en Benavente, celebró la Concordia, con sus hermanas portuguesas, comprando el Reino de León; que es, sin dudar, el hecho de más transcendencia de la Reconquista y de la Historia de España. Esta estatua sería más difícil de ubicar porque, la magnitud de este hecho, requiere otorgarle un sitio de preeminente en el corazón de la ciudad.

Entre historias y comentarios, más o menos acertados, pasa el tiempo y los pies se quedan helados; ante esta eventualidad le propongo ir a tomar unos vinos que nos devuelvan a la vida ordinaria. Por camino nos encontramos a dos compañeros más y el discurso se deriva a la final de la Copa del Rey, al próximo encuentro de los dos equipos madrileños.