A las once de la mañana del pasado miércoles Benedicto XVI se despedía bañado de multitudes en su última audiencia general. Lo hizo con un discurso muy personal, emotivo, lleno de cariño y cargado de claves importantes. Al día siguiente, a la cinco de la tarde, repicábamos las campanas de todo el orbe católico, al unísono con las basílicas e iglesias de la Ciudad Eterna. Todo un signo de afecto, comunión y gratitud por estos últimos ocho años de pontificado lleno de lucidez, serenidad y profundidad y también, cómo no, soportando con toda humildad la cruz de no pocos problemas y sufrimientos.

Su renuncia ejemplar ha provocado, sin embargo, un empacho de carroña informativa con tanta especulación amarilla y tanto pretendido análisis periodístico sin más fundamento que generar morbo hacia un género literario que no es nuevo, el culebrón vaticano. No seré yo quien se ponga una venda en los ojos negando que esta Iglesia Santa de Dios no vaya a estar igualmente formada por hombres débiles y pecadores. En realidad todos lo somos, quienes la atacan y quienes la aman y la defienden. Pero tampoco me considero uno de esos «negociantes de mala fe» para querer hacer de este relevante momento histórico una novela mejorada de misterios, al estilo de Dan Brown, a base de no sé qué intrigas sorprendentes, documentos secretos y sociedades ocultas que envuelven la Ciudad del Vaticano.

Dentro de unos días volverán a sonar con fuerza las campanas de toda la Iglesia universal tras comunicarse la ansiada noticia del nuevo papa. No creo que quienes tratamos de hacer honor a nuestro nombre de «católicos» (es decir, universales) deba importarnos demasiado si la Cátedra de S. Pedro vuelve a estar ocupada por un prestigioso alemán como Reinhard Marx, un reconocido canadiense como Marc Ouellet, un hondureño como Rodríguez Maradiaga, presidente de Cáritas Internacional, o si el Espíritu Santo pondrá una nota de «color», dicho con todo respeto, eligiendo al no menos insigne cardenal guineano Robert Sarah.

Siempre habrá quien solo quiera ver de tejas para abajo esta barca de Pedro que, con veintiún siglos de travesía, hasta al más ateo puede darle qué pensar si no habrá alguien, invisible y muy superior a todos los purpurados, que logre hacerle subsistir frente a tantas «tempestades». Pues ese mismo inspirará de nuevo a quién toca ahora capitanear dicha barca. Acierten o no las «quinielas de papables», para quienes vamos subidos a ella, siempre será Pedro. Con él y bajo su cayado pastoral seguiremos remando mar a dentro por mandato del divino maestro; convencidos de que Cristo siempre cumple lo que promete: que vamos a buen puerto aunque vayamos contra corriente.