Éramos pocos y parió Italia. Dicho sea con todos los respetos al gran país transalpino, de brava historia, cuna de nuestra cultura clásica y al que quien esto escribe tiene en notable estima desde hace años. Pero no me digan que no es frustrante ver cómo, cuando parece que comenzábamos a levantar cabeza -o eso nos cuentan- con unas exportaciones que empiezan a tirar de nuestra agónica economía aunque nuestras cifras de paro sigan desbocadas por el momento -y más que lo estarán hasta que no crezcamos al menos un 2,5 por ciento sobre nuestro PIB-, llegan las elecciones italianas y asestan un nuevo mazazo a una tal vez ya cercana y posible superación de la mayor crisis vivida por los europeos en nuestra historia reciente. Tendrá que ser así porque desde instancias políticas se insiste en que la solución a esta crisis europea es «más Europa» y la interrelación entre sus Estados es lo que tiene. Unos nos vemos arrastrados por los otros. Les escribe un convencido además de que, si hay una luz al final de este túnel, pasa necesariamente por el euro; cualquier vuelta a las pequeñas divisas nacionales como la lira, el escudo o la peseta sería catastrófica para unos países que tendrían que afrontar, en 24 horas, devaluaciones de hasta el 60% (miren en Venezuela qué bien lo están pasando).

Nuestra deuda, más cara.

Lo cierto es que lo que ha salido de las urnas italianas es un país ingobernable, una vuelta al miedo en las plazas financieras porque Italia, tercera economía de la Unión, pesa -y mucho- y un nuevo disparo de las primas de riesgo de los llamados países periféricos (los del sur de Europa). Es decir, tendremos que volver a pagar nuestra deuda, el dinero que no nos queda más remedio que seguir pidiendo prestado a esos demonios llamados mercados y que no son más que inversores, institucionales o privados, que nos prestar para subsistir, algo más caro.

¿En verdad ayudan las opciones que se sitúan fuera del sistema?

Criticar a los italianos por lo que han decidido es tontería. Los pueblos nunca se equivocan, según se dice, aunque a veces se empeñen en complicarse la vida hasta límites insospechados. Enviarles de nuevo a las urnas es conocerles poco o nada. Volvería a salir lo mismo, en el mejor de los casos. Y como con estos bueyes tendrán que arar, Berlusconi y el izquierdista Bernani tendrán que entenderse. Sí o sí. No voy a valorar el fenómeno Grillo y la distorsión que su candidatura ha podido provocar en la composición de ambas Cámaras porque el cabreo de los italianos con su clase política es tan comprensible allí como aquí. Pero entendiendo el derecho de los ciudadanos a expresar su protesta y su hastío de este sistema partitocrático votando a este tipo de opciones estrafalarias, hay que saber también que las consecuencias son las que hoy tenemos a la vista. Un país, un gran país patas arriba. ¿Qué hacer? Les confieso que no lo tengo claro. Como tantas veces en mi vida. No sé si tendrían -y nosotros cuando nos toque- que haber elegido susto o muerte, ni sé si habrá sido peor el remedio o la enfermedad. Para ellos, los italianos, y para todos nosotros, pobres europeos, que compartimos el mismo barco y por lo tanto, el mismo riesgo de naufragio.