Leo, y no salgo de mi asombro, que miles de familias -de eso que dimos un día en llamar «clase media» y a la que dentro de pocos años habrá que exhibir en algún museo porque habrá desaparecido- recurrieron a «microcréditos» para financiar sus compras de Navidad. Y uno, de natural práctico, se pregunta si no hemos aprendido nada. Con parecerme esto abracadabrante me lo parece más el que estos pequeños préstamos no se tramiten, en su inmensa mayoría, a través de la banca tradicional, cuyos intereses rondarían entre un nueve y un diez por ciento, sino a través de esas entidades, cómo diría yo? «para-bancarias», de curiosos nombres y cuyos tipos (los de interés, quiero decir) pueden incluso superar el veinticinco por ciento. Algo que no parece impresionar gran cosa al respetable porque los estudios muestran que la gente lo que quiere es una cuota apañadita, mes a mes, aunque te tires ocho o diez años para amortizar, pongamos, seis mil euros.

En mi humilde opinión, seguir explicando por qué nos pasa lo que nos pasa acudiendo solo a la manida burbuja inmobiliaria, ya no cuela. Hace tres, cuatro años, tal vez. A día de hoy, si seguimos teniendo dos burbujas -de las que se llevan por delante las cuentas de un Estado- esas son la financiera y la de las Administraciones Públicas. Ahí sí que seguimos teniendo un lío de dos orejas y rabo. La segunda merece artículo aparte. La primera se ha convertido en un saco sin fondo de tragar ayudas públicas, 40.000 millones para empezar y que además irán contra déficit, es decir, las pagaremos todos, mientras el crédito sigue sin fluir. La banca (la que no aún no ha quebrado ni ha cerrado) sigue sin soltar un euro porque bastante tiene con tapar sus agujeros. Les daré un dato. Salvar por ejemplo a una pequeña entidad regional como el Banco de Valencia, adjudicada a CaixaBank por un euro, ha costado cuatro mil quinientos millones. Revalorizar las pensiones ese puntito con nueve décimas que se ha quedado por el camino para equipararlas con la inflación hubiera supuesto tres mil ochocientos. Cosas como esta hacen que se instale, cada vez más, en el común de las gentes esa idea, letal para un Gobierno por mucha mayoría absoluta de la que disponga, de que «hay dinero para ayudar a la banca pero no a las familias en apuros».

Llegados a este punto son cada vez más los expertos que afirman que, por cosas como estas, ni hay crecimiento, ni se le espera todavía. Hasta que la banca no purgue los excesos de aquellos años en los que hasta al más pintado le vendían un estructurado por aquí o unas preferentes por allá -los nombrecitos eran ya para salir corriendo- no volverá a fluir el dinero por las arterias del sistema ni se recuperará la función social del crédito. Y mientras tal cosa no ocurra, no habrá cristiano que invierta o emprenda negocio alguno, ponga un taller o abra una tienda de ropa. Ya saben, esas cosas que son las que crean la mayor parte del empleo en éste y en muchos otros países. A un conocidísimo empresario español, que debía estar aquel día algo coñón, le preguntaron hace doce meses qué le pedía a 2012. El interpelado contestó: «que acabe cuanto antes». Esperemos que con este 2013 recién nacido no ocurra lo mismo.