Convendría tener a mano un fumigador de tópicos en estas fechas navideñas donde tales lugares comunes colman las conversaciones y acaban por convertirse en lugares peligrosos. «No hay nada como la familia reunida alrededor de la mesa»: bueno, vale, aunque depende de cómo sea nuestra familia, y siempre y cuando no aprovechemos la ocasión para ventear los rencores acumulados durante el año y acabemos el turrón en Comisaría. «Es tiempo de paz»: ¿Y el resto del año? ¿Acaso queremos decir «es tiempo de tregua»? Sin embargo, no son los tópicos de Navidad los que preocupan especialmente a Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, en su último libro «Tantos tontos tópicos». Popular y polémico por sus artículos en prensa criticando el archisilabismo que nos agobia (ese mester de analfabetos, convencidos de que la palabra debe ser grande, ande o no ande), el profesor Arteta desmenuza lo que hay de falso y acomodaticio en los tópicos.

Definición y propósito: «El tópico es un dicho que no dice nada nuevo a nadie, sino más bien lo que todos saben. Lo que se pretende con él es el satisfactorio encuentro de uno con esa mayoría, el ocultamiento en medio del número, la huida de toda disputa y, en fin, la tranquilidad consiguiente». Nos resulta preciso, si queremos ser ciudadanos y no borregos, estar en guardia para evitar que «la miseria moral que suelen encerrar contribuya a nutrir nuestra propia miseria». Fijémonos en unos cuantos tópicos que circulan como moneda corriente, asumidos acríticamente por casi todos, y que tienen que ver o circulan por los alrededores de la enseñanza, de la educación: «Eso es muy relativo», «Nadie es más que nadie», «Todos tenemos alguna parte de verdad», «No debemos juzgar a nadie». ¿Encierran, como pretende el Poder, una verdad acrisolada o son más bien cataplasmas tramposas para acallar conciencias críticas? Hemos oído muchas veces, cuando pretendemos explicar de modo extenso lo que pasa, el «déjate de filosofías». Escribía ya Platón que el muy injusto Calicles trataba de convencer a Sócrates de que la filosofía valía de joven, pero que para una persona mayor era ridícula, que se dejara de filosofías. Pues, bien, dice Arteta: «Nuestros nuevos sofistas, los pedagogos, han decretado que ni siquiera en la educación del joven es buena la filosofía». Los pedagogos que fueron o son culpables, ésos y solo ésos, del bochorno estremecedor que atrajeron tantos planes de estudio, tanto currículo demencial, no parecen comprender (o comprenden muy bien: sirven de perlas a su amo, el Poder) que la disyuntiva es muy clara: «O filosofía o barbarie. O sumisión, si se prefiere, porque sólo el pensamiento libre es el reducto más propio de la autonomía humana. Sin él caemos en la heteronomía y en la entrega a cualquier género de idolatría, sea ésta religiosa, política o simplemente la que en cada momento esté de moda». La heteronomía, es decir, la voluntad propia regida por otros o por los imperativos de otros, que es lo mismo. ¿En qué ha convertido o está a punto de convertir a la enseñanza ese «déjate de filosofías»? En un estado de erial mental arrasado: «Bastaría tan sólo con aplicar el oído a lo que se habla y se lee y al modo como se habla y se escribe». La escuela ya no sabe responder a los desafíos que lanza una cultura de masas, sostenida tal dejadez por una sociedad «que mide la educación con baremos de productividad parecidos a los que miden el rendimiento industrial». En las aulas no se promueve «al agente reflexivo, sino al autómata obediente; no se debate de la verdad, sino que se emiten opiniones; no se procura tanto enseñar como entretener. Allí se programa un analfabetismo complacido, se fomenta la proletarización intelectual de los más». ¿Abandonamos, entonces, nos dejamos de filosofías? Jamás. Rendición profesoral nunca. Como recuerda el gran escritor rumano Norman Manea: «"¿Por qué continúas predicando, si sabes que no puedes cambiar a los malvados?", le preguntaron a un rabino: "Para no cambiar yo", fue su respuesta». Amén.