Sucedió hace muchísimos años en el Seminario de Zamora. En plan de broma nuestro profesor quiso «demostrarnos» que las matemáticas «no eran unas ciencias exactas». Para ello, realizó alguna operación con números decimales y de ella resultó que se alteraba la finalidad de tal operación. Creo que se trataba de una multiplicación cuyo resultado arrojaba una cantidad inferior al multiplicando. La hilaridad fue grande; y, a pesar de la claridad del ejemplo, seguimos confiando en la exactitud de las matemáticas. Ahora no estoy de broma. Lo reciente de un fallecimiento me impide bromear y me duele, a ratos, hasta oír carcajadas ajenas a mi estado de ánimo. Y, sin embargo, voy a desarrollar un caso en el que las matemáticas salen mal paradas al ponerlas en relación con lo sucedido. Siempre, desde hace muchos años, llamo yo a la Nochebuena la «fiesta de las sillas vacías». Pero nunca había trasladado esa apreciación al fracaso de las matemáticas cuando intervienen los sentimientos profundos. Los sucesos que voy a referir tienen por escenario un «piso de soltero» que se encuentra en una calle del barrio de Argüelles de Madrid. Por tener el salón más espacioso de toda la familia, era el lugar en el que se congregaban todos el día de Nochebuena y, con algunas ausencias, el siguiente día de Navidad. En la Nochebuena se reunían: el soltero dueño de la casa; sus padres (un matrimonio cuyos cónyuges no cumplirían ya los 70 años); los otros tres hijos de aquel matrimonio, con sus cónyuges respectivos; seis vástagos pertenecientes a esos tres matrimonios; una señora de edad, viuda, madre de la esposa de uno de los hermanos del dueño de la casa y, un año -según recuerdo- una mexicana, compañera de profesión del profesor anfitrión. Si no me equivoco en el cálculo, aquel año -por ejemplo- se reunían en la cena de Nochebuena la apreciable nómina de diecisiete personas; algún año, esa cantidad se engrosaba con familiares extranjeros. La natural expansión de esos jóvenes hijos, al haber adquirido pareja los seis y haber tenido los siete hijos que han ido llegando, ha dado como resultado, hasta ahora, el aumento de otras trece personas más. El cálculo matemático riguroso nos diría que los familiares y allegados, comensales en la cena de Nochebuena, debieran haber sido el lunes, día 24 de diciembre, 30 personas. Pero la Ley de Vida, la que indefectiblemente se cumple en cualquier país -y, en consecuencia, también en España- no solo nos ofrece sumas; también se producen restas y todas dolorosas, sin excepción, aunque unas más que otras. Han ido faltando el patriarca de la vasta familia; después, un familiar extranjero; luego una de las hermanas del anfitrión y, por último su madre, el miembro que más ha servido de «empaste» durante todo el tiempo y antes. Teniendo en cuenta las tres personas ausentes más asiduas, la operación aritmética tendría que ser algo así: (1+2+3+3+6+1+1+6+7)-3= 30-3= 27. Sin embargo, los sentimientos que se han ido agregando con la sucesión de los años y las ausencias, sobre todo el producido por la recientísima falta de la madre de todos, arrojan el resultado anómalo siguiente: 30-3=0. Si alguien hubiera pasado por aquella calle del barrio de Argüelles aquellos añorados años, hubiera visto las ventanas del salón de aquel piso iluminadas a tope y se hubiera asombrado por el regocijo, el cántico de los villancicos y demás muestras de alegría de aquella numerosa concurrencia. La noche del pasado 24 de diciembre se hubiera sorprendido el viandante, al ver aquellas ventanas apagadas por completo. Nadie acudió; y el dueño del piso, que prefirió permanecer solo en su casa vacía, después de tomar (quizá) una cena frugal, se acostó bañando en lágrimas su soledad. Lo que he intentado narrar parece reducir a falsedad la «exactitud» de las matemáticas, como consecuencia de sentimientos luctuosos. Sin embargo -al igual que la vida- siguen las ciencias matemáticas presentándonos su «exactitud», tan rara en un mundo invadido por la relatividad. Se repite así lo primeramente narrado.