Es complejo el mundo que rodea estos treinta y siete grados y un montón de huesos, con algo de pellejo alrededor con que Santiago Auserón, filósofo a la par que músico, lleva a su básica expresión lo que somos, salvo por nuestro elemento incorpóreo. Llamémoslo inteligencia, espíritu, conciencia o consciencia, corazón, alma en suma.

Es esta, a la que nunca llegamos a conocer bien, la que nos muestra la complejidad del mundo que nos rodea y nos permite intuir lo que somos. La que nos otorga lo bueno y malo de lo que somos capaces, bípedos implumes. Que nos hace diferentes del resto de los seres vivos que pueblan, han poblado y poblarán este milagro de Dios o de la casualidad llamado Tierra.

La que nos vuelve conscientes de lo temporal de nuestro propio existir, de que presente, pasado y futuro son universos paralelos por los que deambulamos. La que nos hace llenar el tiempo y el espacio de aquellas pequeñas cosas -Serrat lo dice tan bien que para qué cambiarlo- «que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón».

Que «como un ladrón te acechan detrás de la puerta. Te tienen tan a su merced como hojas muertas que el viento arrastra allá o aquí, que te sonríen tristes y nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve».

Muchas de esas pequeñas cosas son las viejas y entrañables rutinas con las que el homo sapiens demuestra ser animal de costumbres, sea la historia, lineal y destinada a un fin último como en san Agustín o Tomás de Aquino, sea cíclica como en Nietzsche y muchos otros filósofos; o en Borges y su «Historia de la Eternidad» y «El tiempo circular», o en los «Cien años de soledad» de García Márquez.

Viejas rutinas, las de los ritos paganos inmemoriales de despedir un año y recibir al siguiente. El fin y el origen unidos en la rueda del destino y de la fortuna. Entrañable rutina la de los creyentes, felicitar la Navidad, el nacimiento del Dios hecho hombre para que de su muerte nazca el hombre nuevo.

Felicitar la Navidad es el mejor deseo de buena voluntad entre los hombres. Entre amigos y entre enemigos. Dos palabras atesoran el más grande contenido de fraternidad. Tanto, que no hace falta ser creyente para poderlo transmitir de todo corazón, para recibirlo con los brazos y el pecho abiertos. Más allá del espectáculo de fuegos de artificio del mercantilismo, de los cinismos e hipocresías en los que nadamos a diario, de los fastos y los banquetes o, por el contrario, de las persecuciones por razón de credo, la Navidad es para todos, de una u otra manera, momento de introspección.

De descubrir que lo que vale la pena son esas pequeñas cosas que «Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia. Pero su tren vendió boleto de ida y vuelta».

www.angel-macias.blogspot.com