Tres veces durante los 365 días al año estaban obligados los pastores alistanos , sedentarios en otoño, invierno y primavera, y trashumantes en verano, a abandonar su vida de nómadas ibéricos en la serranía de urces y ventiscas para regresar a su pueblos. El Miércoles de Ceniza, para confesarse, comulgar y ser examinados del catecismo; el Día de Ánimas por que no era noche para andar solos entre tinieblas molestando a la Santa Compaña; y en Nochebuena, para profesar su devoción a Jesús el de Nazaret, nacido en Belén y bautizado en el Jordán a su paso por Betania. La puerta de la parición se cerraba, guarneciendo a buen recaudo del lobo a las ovejas, marones y corderos, mientras el sol se ponía por Portugal. Bajo el negro manto de la noche los pastores cogían el carril camino de la morada familiar. Allí, la abuela y la madre les recibían con la cocina alumbrada por candiles y gamones mientras las cepas de urce daban fuego al pote donde se hacía el guiso tradicional alistano de Nochebuena: gallo pedrés aderezado con pimientos rojos y los cuidados y saberes que solo las sabias cocineras alistanas sabían darle. Sobre una misma fuente los comensales iban dando cuenta del manjar para terminar camino de la media noche cuando las campanas rompían el silencio llamando a Misa de Gallo. Llegaba la hora. Pastores de curtido rostro, por el trabajo y la dura vida, felices y contentos, caminaban retumbando las herraduras de sus cholas contra las piedras y el barro, bajo la Capa Parda Alistana, mochila al hombro, cayata en mano. La «Cordera» daba vida y sentido entre cánticos y devociones a un pueblo de vida comunitaria donde la solidaridad era alma y corazón. La blanca cordera volvía al rebaño el 1 de enero y tenía libertad para comer en cotos comunales y privados. Que noche la de aquel día donde los hombres y mujeres de nuestros pueblos cultivaban la hermandad y la convivencia más pura. La tradición fue semilla que siempre dio dorados frutos. Cultivar la sabiduría es garantizar dignidad y supervivencia.