El 23 de febrero de 1786 el abogado Francisco Arias, de Puebla de Sanabria, fue denunciado ante el Tribunal de la Inquisición de Valladolid por «retener libros prohibidos», en concreto, por poseer varias obras de Thomas Hobbes y de Voltaire; además, tal y como señala en su alegato el Fiscal, el acusado había defendido en diferentes ocasiones y ante varios testigos que «la simple fornicación» no era pecado. Ante la gravedad de la acusación, el Fiscal toma declaración a los «hombres de juicio y cristiandad de Puebla», asegurando que estos «no forman el mejor concepto» del acusado, «porque no le ven concurrir a las funciones de la Iglesia y demás actos de Religión» [...], «conformándose solo con oír una misa particular 105 días festivos, que es hombre muy recogido en su casa». Los problemas con la Iglesia del heterodoxo Arias venían de lejos; apenas cinco años antes había denunciado, nada menos que ante el Real y Supremo Consejo de Castilla, a los curas sanabreses, a los que acusaba de robar las herencias de los habitantes de la zona que morían sin testar. Su pensamiento y sus vicisitudes con el clero cuadran a la perfección con la de aquellos ilustrados que unas décadas antes (a partir de los años cincuenta de aquel siglo) se reunían, todas las semanas, en el Salón parisino que todo el mundo en Francia conocía como «La camarilla De Holbach».

En efecto, durante más de veinte años, un grupo de disidentes, encabezados por el anfitrión, el Barón D'Holbach, (un noble de origen prusiano, ateo y glotón), y sus amigos Denis Diderot y el Barón von Grimm, reflexionaron y teorizaron sobre algunos de los elementos que hoy consideramos esenciales para nuestra sociedad, como la separación de la Iglesia y el Estado, la educación de la mujer en igualdad de condiciones o la reivindicación de la dignidad del cuerpo humano. Herederos de una tradición olvidada que comenzaba en Epicuro y que seguía en el romano Lucrecio, Diderot y los suyos tejieron durante décadas un pensamiento revolucionario que sentó las bases de lo que años después conoceríamos como la Ilustración. La trayectoria del propio Diderot, es, en este sentido, paradigmática: conocido hoy no más que por el hecho de ser uno de los coautores de la Enciclopedia, Diderot fue uno de los pensadores más interesantes de su tiempo: siempre al filo de la navaja, por sus problemas con la Iglesia; malcasado con una mujer que nunca lo comprendió, mantuvo durante años una relación con Sophie Volland, que fue, quizá, la primera relación moderna de la historia: Diderot buscaba en Sophie mucho más que una cama, buscaba una compañera con la que debatir, razonar y aprender; toda una provocación para la moral de la época, que admitía que la mujer podía ser buena amante y buena madre, pero nunca un ser dotado de inteligencia y de autonomía vital.

Es interesante reflexionar como aquella gente peligrosa, (así los definió un visitante inglés asiduo al Salón), aunque perdió la batalla de fama, acabó ganando la guerra de las ideas. En efecto, la imagen de la Ilustración que llegó hasta nosotros es la Ilustración que dibujaron tanto un Voltaire obsesionado por la fama, como un resentido Rousseau, siempre tan acomplejado ante los éxitos de los demás. Por eso al menos, la trayectoria de Diderot y los suyos es, en cierto sentido, similar a la de nuestro Francisco Arias, un sanabrés al que pocos años después nadie recordaba ya en su tierra; un sanabrés perseguido por la Inquisición y cuya moral se adelantó en varias décadas a su tiempo.

Esa injusticia en forma de olvido con el que la posteridad castigó a Diderot y a sus amigos, se ha reparado, en cierta medida, con un libro fascinante cuya lectura me ha llevado a recuperar las andanzas judiciales del bueno de Francisco Arias. Siempre es de interés reivindicar a los perdedores, aquellos cuya historia fue escrita por otros y que han quedado arrumbados en el desván de la historia. Y lo traigo a colación en estas fechas porque, aunque cualquier momento es oportuno para disfrutar de un buen libro, es cierto que las Navidades, con su avalancha de regalos y sus días de asueto, son un buen momento para disfrutar del placer de la leer. Ese placer que, como escribió una vez Virginia Woolf, hace que Dios nos mire a los hombres con cierta envidia.

Por eso, si la lectura es una herramienta para viajar en el tiempo y en el espacio, no deje de acercarse estas fiestas, desocupado lector, al París de mediados del siglo XVIII. Este viaje le permitirá, al adentrarse en aquel Salón revolucionario, conocer de primera mano y en toda su extensión a personajes como Diderot, D'Holbach, Adam Smith o Benjamin Franklin. Y le permitirá descubrir, también, la génesis de gran parte de nuestras creencias actuales. El viaje, que se lee como una novela, es barato y cómodo de hacer desde Zamora. No tiene más que acercarse a cualquier librería y comprar el magnífico libro que Philipp Blom publicó hace un par de años y que lleva por título (no podría ser otro) «Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea».

No se arrepentirá...

(Miembro de la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio de Doctores y Licenciados en Ciencias Políticas y Sociología)