En la prensa de Madrid causan especial irritación los éxitos deportivos de Lionel Messi, un atleta argentino que juega en el Barcelona desde niño y al que la mayoría de la crítica deportiva considera el mejor jugador de fútbol actual y muy posiblemente de todos los tiempos, si es que la comparación con otros divos del pasado fuese algo más que un ejercicio virtual y un entretenimiento para historiadores. Desde la perspectiva de los que estamos alejados del bipartidismo futbolístico imperante (ese Madrid-Barça obsesivo), las causas de esa irritación nos parecen pueriles e impropias de personas mayores. Messi es el mejor, más dinámico, más brillante y más eficaz futbolista del mundo y lo más sensato es aceptarlo y disfrutar con su juego, aunque no figure en las filas del equipo de nuestras preferencias y nos pueda marcar dos o tres goles cuando se enfrenta a nosotros.

Yo, de niño, sentí esa misma admiración por Zarra, por Kubala y por Di Stéfano sin necesidad de abdicar de la pasión por mis colores favoritos ni, menos aún, dejar de aborrecer cordialmente a los equipos que maltrataban mis sentimientos ganándonos los partidos. Y había razones sobradas para expresar esa admiración al margen de la calidad futbolística de todos ellos. A Zarra le vi tirar deliberadamente fuera un balón para no aprovecharse de que nuestro portero estaba vencido en el suelo por haber sufrido un golpe fortuito. A Kubala le pidió el público a coro que coronase su soberbia actuación con un séptimo gol que, para más detalle, fue de tacón. Y a Di Stéfano le agradecimos que abroncase a un jugador de su equipo por no poner el necesario entusiasmo en una labor que indudablemente nos perjudicaba. Todos ellos tenían un carácter distinto y más o menos genio, pero ninguno se envanecía de su condición de líder y estaban atentos al juego, que es lo que el espectador más agradece. Luego de éstos, también admiré a Pelé, a Cruyff, a Eusebio, a Puskas, a Garrincha, a Bobby Charlton, y a Maradona, otros números uno. El caso de Maradona fue el más especial por su desgraciada relación con la droga. Pese a todo, como futbolista era admirable. El reconocimiento del talento ajeno es una virtud que mejora las relaciones sociales. Lo otro es miseria moral, mala baba, falta de gusto y escaso sentido deportivo. Por eso mismo, no hay que escandalizarse de que a Messi le hayan concedido tres «Balones de oro» seguidos y aún pueda ganar este año un cuarto, pese a que hay otros jugadores que quizá lo merecerían si él no estuviese en la competencia. Ni de que haya batido el récord de goles de Gerd Müller en el curso de un año. En ese sentido, es ridículo el intento de algún periodista de quitarle mérito aludiendo a que un desconocido jugador africano marcó más goles en no se sabe qué competiciones selváticas (en el patio de mi colegio también yo batí algún récord que otro). Al margen de todo eso, es de notar que la mayoría de los grandes goleadores, como Messi o Müller, tienen el centro de gravedad bajo y eso les permite revolverse mejor en el área. El difunto Pahiño también tenía esa virtud. Y bien que la aprovechaba.