Cómo estaremos de mal que con Silvio Berlusconi regresa el ejercicio de la política democrática a Italia, entregada al tecnócrata Mario Monti -designado, no electo- tras la crisis creada por el propio Cavaliere con sus 4 juicios en marcha y el empujón de la Unión Europea, porque Italia estaba al borde de la bancarrota.

Berlusconi es una persona de destrucción masiva en la política, en la economía, en la comunicación, en las relaciones personales y hasta en la peluquería; un monstruo de los noventa que lleva tres décadas limpiando con su mano legislativa la mierda de su mano empresarial, gobernando desde el despacho presidencial del ejecutivo y desde el espejo de la televisión y con el culo entre el escaño y el banquillo.

Si Berlusconi no hubiera cronificado como enfermedad en Italia, ese país con una mala salud política de hierro, no podríamos creernos los logros negativos, la derrota de las victorias de este paladín del populismo democrático y mediático, este campeón de la injusticia, del fraude y de las amnistías fiscales, de la impunidad y la inmunidad, del delito y de su prescripción -aun así condenado a cuatro años de inhabilitación para el desempeño de cargo público- al que se le han probado la financiación ilegal de su partido y se le ha juzgado por actividades en su tiempo libre que incluyen sexo con menores.

Con una curiosa capacidad para manejar un sentido del humor que resulta simpático a un número suficiente de italianos, su habilidad para sumar disparidades y toda la potencia de la viagra de su aparato de comunicación, puede regresar. Vivimos en una estridencia comunicativa hasta ahora desconocida por la humanidad en la que la polarización nos tiene como una pila. Berlusconi es un gran polarizador, con capacidad demostrada para sacar lo peor de cada uno, recogerlo con su camión de la basura ética y estética y reciclarlo en un compost que abona más de lo mismo. De ahí su eterno retorno.