Hace 150 años el barón Davillier, aristócrata francés apasionado por la cultura española y los misterios del chocolate que de aquí le llegaba a su residencia parisina de la Rue Pigalle, visitó Zamora en compañía del grabador Gustave Doré. La rapacidad de aquel acaudalado coleccionista de obras de arte no encontró cebo ni atracción notable en la vieja y atrasada ciudad que poco ofrecía para ver, según dice en su crónica viajera, si se exceptúa la catedral y las ruinas del palacio de doña Urraca. El ilustrador Doré, como siempre, prefirió dibujar guardias civiles, mendigos y aldeanos.

De aquella ciudad maciza y desguarniada en cuyas calles crecía la hierba, según informa Davillier, apenas queda rastro. Zamora triplicó su población en menos de un siglo, extendió su tejido urbano hacia el este, siguiendo el perfil de la escarpa lamida por el Duero, sufrió amputaciones dolorosas de torres, conventos, palacetes y murallas, y perdió impasible como casi siempre, por culpa de las dentelladas de la especulación urbanística, una parte notable y ya olvidada de su patrimonio arquitectónico.

En ese combate sordo entre los promotores de una falsa modernidad (la destrucción de lo viejo) y la conservación a ultranza, librado en Zamora al igual que en las otras viejas ciudades de Castilla y León, vencieron los bárbaros promotores de la devastación de lo antiguo en nombre del progreso. Al fin, por una conjunción inesperada de planes e intereses, se llegó a una entente entre los especuladores, los arqueólogos y algunos arquitectos cuando los mercaderes se percataron de que lo viejo con solera, una vez restaurado, tiene un valor añadido en el urbanismo y es base indispensable de la industria turística.

Bienvenido sea el premio que la Real Fundación Toledo acaba de otorgar a la ciudad de Zamora «por el éxito de su proceso de transformación urbana que ha dado como resultado la recuperación de la ciudad para sus habitantes y visitantes, a la vez que a su reactivación social, cultural y económica». En la lista de galardones de esa prestigiosa institución toledana, presidida por el insigne jurista Fernando Ledesma, se citan más de un centenar de premios en dieciséis años a entidades, personas e instituciones, pero solo hay otras cuatro ciudades que han merecido tal distinción: Santiago de Compostela, Barcelona, Vitoria y la portuguesa Guimaraes. El premio de la Fundación Toledo es una ocasión propicia para recordar nombres como los de los arquitectos zamoranos Paco Somoza y Lucas del Teso o los madrileños Tuñón y Mansilla y Manuel de las Casas; ellos han dado una impronta de excelencia en la pavimentación y restauración del centro histórico, las aceñas, el convento de San Francisco, el Castillo y otros parajes urbanos rescatados a la intemperie de los siglos, como la Cuesta de Balborraz. Justa mención merece la recuperación del patrimonio románico, en el que han trabajado empresas zamoranas de primera línea internacional en este sector de la restauración arquitectónica, y la espléndida oferta museística del Etnográfico y de Bellas Artes.

Los primeros síntomas del prestigio adquirido gracias a la restauración de edificios nobles y parte de la trama urbanística están llegando ya, pero Zamora es hoy, en el aspecto urbanístico, una ciudad desarticulada: centenares de pisos del centro histórico están vacíos y en barrios tan notables y cercanos como el de La Horta, en otros tiempos judería, hay más de doscientos solares convertidos a veces en basureros. Ha llegado la hora de decidir qué modelo de ciudad conviene publicitar en los mercados del turismo cultural, acorde con la oferta real y con la imagen que de ella se ha forjado en los pasados años.

Borrada al fin su marca secular de periferia irredenta, Zamora está en condiciones de convertirse en punto de atracción para el turismo interno y en nueva ciudad residencial para quienes, siendo o no zamoranos, están abandonando las grandes ciudades. Está emergiendo una nueva clase de ciudadanos más exigentes, profesionales y jubilados, que buscan una calidad de vida acorde con nuevos valores: caduca ya la posmodernidad consumista en decadencia y prospera un nuevo estilo de convivencia basada en las relaciones de cercanía con un coste de vida muy inferior al disparatado de las grandes metrópolis. La repoblación del centro histórico de la ciudad solo será posible si se conjuga el negocio urbanístico con las nuevas oportunidades que el turismo y las comunicaciones modernas (AVE, autovías) proporcionan a las periferias cercanas a las grandes ciudades.

Es urgente fijar una nueva marca ciudadana para Zamora, sin prejuicios ni planes falsamente modernos que atentan contra el valor intrínseco de la ciudad. Su centro histórico con veintitrés iglesias románicas, un número similar al de bares de copas, no parece el mejor escenario para representar, por ejemplo, toda clase de saraos nocturnos en nombre de un populismo demagógico. La imagen de ciudad levítica que tanto place a nuestro paisano Juan Manuel de Prada bien podría ser un bello referente y el punto de arranque metafórico de una ciudad excelente para vivir y para vender.

En resumen, Zamora, su centro histórico, debe recuperar su condición de ciudad seductora de día, tranquila de noche y atractiva siempre.