A mi lado, en la barra de la cafetería donde apuraba el «gin tonic» de media tarde, una mujer le contaba a otra que se había levantado a las cuatro de la madrugada para ver si su hija, que salía mucho por las noches, se encontraba en casa. Sin encender la luz del pasillo, llegó a la puerta del dormitorio y la abrió con delicadeza. Enseguida escuchó una especie de suspiro y el rumor característico del somier cuando el cuerpo se da la vuelta sobre el colchón. Estaba a punto de regresar a su habitación cuando un presentimiento la empujó hacia la cabecera de la cama, donde al encender la luz de la mesilla advirtió que la durmiente, que estaba boca arriba y con las sábanas enredadas en los muslos, no era su hija. Volvió a apagar la luz, cerró la puerta despacio y se internó en el pasillo, que recorrió de nuevo a tientas en la dirección contraria.

Ya en su dormitorio, incapaz de tomar ninguna resolución, se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Se levantó a la hora de siempre, sin haber pegado ojo, y fue a la cocina para preparar el desayuno de ella y de su hija, como hacía habitualmente. Cortó un poco de fruta, exprimió cuatro naranjas de zumo y lo dispuso todo sobre la mesa. Mientras manipulaba la cafetera, escuchó los pasos de alguien que se acercaba desde el fondo del pasillo y decidió ponerse de espaldas a la puerta, preparada para la posibilidad de que apareciera la extraña de la noche. Escuchó un «buenos días» familiar, se dio la vuelta y vio entrar a su hija.

-No sabes el alivio que sentí -confesó a su interlocutora.

También yo había sentido un gran alivio. No comprendo estas bromas de la realidad. Que tu habitación, por ejemplo, al despertar, no sea tu habitación durante unos segundos. Que veas pasar por la acera de enfrente a tu padre, fallecido hace quince años, y que cuando corras tras él desaparezca. Que te encuentres, de súbito, en una línea de metro distinta a la que habías tomado? La amiga de la señora, en cambio, dijo con toda naturalidad que esas cosas pasaban y que de haberse presentado a desayunar la extraña, en lugar de la hija, lo más sensato habría sido actuar como si fuera la hija hasta que la realidad volviera a su ser.

-Siempre vuelve, -concluyó.