A veces, lo que escribes, levanta ampollas. Cada uno es cada cual, y cada cual un mundo. Nadie pretende que estén de acuerdo siempre con lo que uno piensa. Sería absurdo. Pero hay cosas que parecen más que lógicas. Como decir que el español, en Cataluña, es tan imprescindible como el catalán. Por una regla de interés simple: con el español te paseas por medio mundo. Con el catalán no sales ni a la puerta de tu casa.

Es fantástico que España tenga varios idiomas. Pero es imprescindible que, el común, lo conozcamos y lo mimemos todos. En la lengua reside la comunicación y, la comunicación, en un mundo globalizado, es el agua y la sal de todas las masas. Y no podemos olvidar que nuestra lengua, a la hora de ponernos de cháchara, es la segunda del universo.

Algunos pretenden decir, de forma tan ignorante como estúpida, que el idioma español no existía en Cataluña antes de Franco. Vamos, que lo impuso el dictador a espadazo limpio. Nada más lejos de la realidad.

En la Constitución de 1931 ya se decía que: «El castellano es el idioma oficial de la República». Todo español tenía la obligación de saberlo y derecho a usarlo. En aquella ocasión, lo que no era obligatorio, era el conocimiento de las lenguas regionales.

La Constitución de 1978 vino a poner los puntos sobre las íes, cuando declaró al español lengua oficial del Estado, pero incluyendo como oficiales también a las lenguas de las comunidades. Pretender borrar eso de un plumazo, es una enorme memez y una gravísima ilegalidad.

Ser lengua oficial no debería imponer obligaciones como las que quiere imponer la dictadura del independentismo catalán, donde no roturar tu establecimiento en catalán es poco menos que motivo de lapidación. El respeto a la libertad de expresión o pensamiento brilla por su ausencia en una sociedad tomada por unos medios de comunicación subvencionados hasta extremos que rayan el pesebrismo.

El español que quieren fusilar en este amanecer de crisis, es el que ostenta la supremacía jurídica. Tristemente, un partido socialista que viaja como pollo sin cabeza por la piel de toro, se pone del lado de los intransigentes. Está por ver si eso no ahonda, aún más, en su depauperada cuenta corriente de votos.

En nuestro fanatismo, tanto español como vasco o catalán, estamos llegando a extremos absurdos. Leía días pasados una acalorada discusión de jóvenes independentistas con jóvenes españolistas, vía Red. Me dio pena. Llegaban al insulto. Eso es lo que estamos creando: intelectuales mediocres y radicalizados.

Uno de los independentistas, sostenía que el término «Hispania» significaba «tierra de conejas». Con ese calificativo pretendía tildar a las mujeres españolas poco menos que de putas. Por supuesto, excluía a las catalanas, como si en los tiempos de «Hispania» no existieran, o fueran de otra raza.

La provocación era contestada por una andaluza con irónica indignación. Decía que sí, que las españolas eran «conejas» por su famosa fecundidad, que estaba demostrado que los matrimonios entre personas de habla española, tenían más hijos que los de habla catalana.

La irónica daba rápida solución al problema de la lengua con un silogismo «sui generis». Los independentistas, para detentar el poder, necesitan agarrarse a la singularidad de la lengua. Lo natural es que los hijos hablen la lengua de sus padres. Luego si se reparte viagra entre los catalanoparlantes, procrearán más y, si procrean más, todos hablarán catalán y no se les escapará el poder.

Siguiendo su teoría, se eliminarían las imposiciones, inmersiones y más «ones» de fea pronunciación. Concluyó la amiga del sur que, lo que pasa con eso de la fecundidad, es que a lo mejor las catalanas son tan conejas como el resto de las españolas, y lo que falla son los «ones» de los catalanes.

Y ahí, claro, se pasó tres pobles.

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