Apenas guardo unos pocas imágenes de mi infancia en Suecia. Íbamos cada año durante las vacaciones escolares, sobre todo en Navidades. Recuerdo el calor asfixiante de la sauna y el frío gélido en la calle. Recuerdo un partido de hockey sobre hielo y luego ir a cenar a casa del entrenador. Recuerdo los muñecos de nieve en nuestro jardín, las huellas de un trineo y el rostro rechoncho de Papá Noel con un saco de regalos en la espalda. Recuerdo una iglesia de madera y la oscuridad del cielo en el invierno, buscando las estrellas desde la ventana. Recuerdo a mi abuela ensayando en el piano una sonata de Beethoven, y la música de Bach -el Oratorio de Navidad- mientras comía unos bollos de canela con mi madre. Recuerdo, más que nada, los libros, las inmensas bibliotecas públicas, el bibliobús que nos acercaba la literatura a la casa de veraneo, las novelas que atestaban los hogares y los horas que pasábamos leyendo cuentos de trolls, de elfos, de hadas, de príncipes valientes, de mocosos traviesos, de dioses y de semidioses, los tomos de Grimm o la triste cerillera de Andersen. Recuerdo, en definitiva, una infancia que discurría entre el lujo del tiempo -y la lectura era uno de esos lujos- frente al estrés de la vida adulta con su agenda minutada y las largas jornadas de trabajo. Aprendíamos a interpretar la vida -o, lo que es lo mismo, a amarla- sin sensación de apremio ni pendientes de los últimos acrónimos de la tecnología, sino solo movidos por la curiosidad de escuchar las historias que nos narraban los adultos. La libertad del juego en la naturaleza, el rostro oral de la literatura, el cultivo de la música y la lenta maceración del tiempo suman los cimientos del paraíso, algo así como un arcano de la felicidad.

Sin embargo, al comparar mi niñez con la de mis hijos, me doy cuenta de que muchas cosas han cambiado. Debido a la insensatez de los horarios laborales de nuestro país -sin parangón en Europa-, muchos padres apenas pueden estar con sus hijos. La sobredosis extracurricular compartimenta la tarde: de los cursos de inglés a la natación, de las clases de ábaco a las sesiones de yoga infantil. Las técnicas de estudio y los psicólogos hacen su aparición a edades muy tempranas, cuando el niño apenas ha madurado. La tecnología lo invade todo, incluso en los colegios: pizarras digitales, Apps infantiles para el tablet, blogs de aula... En casa, la canguro -o el padre- reemplaza un DVD que estimula la inteligencia por otro que hace lo mismo. Los canales temáticos emiten dibujos a todas horas, a poder ser en versión original, sustituyendo el juego por la experiencia parasitaria de la televisión. El psicólogo David Elkind ha usado el término de «niño atosigado» para referirse a la exigente y estructurada vida que llevan muchos de nuestros hijos. La consecuencia es que, por el camino, se ha perdido lo esencial: las horas compartidas con la familia y los amigos y la tranquila sedimentación que trae consigo el paso del tiempo.

Luego está la lectura, por supuesto. En Finlandia, el fracaso escolar se combate incrementando las horas dedicadas a la lectura. Un informe de Pisa in Focus ha subrayado que «los estudiantes cuyos padres leen a menudo libros con ellos durante su primer año de Primaria obtienen puntuaciones bastante superiores, incluso diez años más tarde». Sospecho que la tradición oral de los cuentos logra articularnos interiormente, nos organiza de algún modo. Y, a la vez, nos educa para la curiosidad, la escucha y la palabra. Juego, tiempo, oralidad: así se resume el paraíso de la infancia. Algo -no lo sé- que quizá se esté perdiendo.