Cuando nacemos, dentro del contexto cultural en el que nos desarrollamos, instintivamente vamos abriendo los sentidos al mundo en el que crecemos y tomamos paulatino conocimiento de lo que nos envuelve y nos afecta. Así, siguiendo la costumbre, que para el bien de la sociedad hace leyes, se forma nuestra conciencia y se da sentido a la ética social, al compromiso formal. Como dijo nuestro filosofo José Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia»; de esta manera especificaba que las circunstancias son parte de nuestra personalidad y, por tanto, los entornos sociales también nos forman, nos educan. Sin embargo, la verdad de nuestra naturaleza no nos pone en contacto con la realidad de nuestra minusvalía sensitiva -es algo evidente que pretendemos obviar-, y, de esta manera, abrimos los sentidos a la vida y entendemos la vida desde la interpretación sensitiva y los condicionamientos morales; por ello, desde esa situación en el despertar a la existencia, se nos abren dos senderos por donde discurrir nuestro devenir:

a) La senda de lo primigenio, lo instintivo y animal; que es lugar común del egocentrismo con su carga de codicia, egoísmos y ambiciones.

b) La ruta de la espiritualidad idealista que lleva al misticismo desde la norma ética e intelectual; que, en occidente, está impregnada de solidaridad, tolerancia y humildad por la carga afectiva del humanismo cristiano.

Dos caminos que llevan al hombre por derroteros antagónicos; uno, por la trocha de la locura que supone vivir vulnerando los derechos de los demás de la manera más individualista, insolidaria y brutal; y el otro, por el pasaje de la humildad y el amor que no es más que el respeto y la consideración al prójimo en términos de servir y compartir la vida desde la fraternidad y la igualdad. Pero, aun con la mejor voluntad, nos cerramos sistemáticamente a la evidencia de nuestra verdadera realidad existencial, al reconocimiento de nuestras deficiencias sensitivas y por tanto cognoscitivas. Analizando nuestros sentidos, hemos de convenir que ninguno nos remite a la percepción real de lo que vemos, oímos, gustamos, tocamos y olemos. Esta verdad es tan evidente que se dice que «de gustos no hay nada escrito». Pero, estimando la imperfección sensible del hombre, sin embargo, hay que considerar la habilidad humana de la inteligencia y, gracias a ella, hoy tenemos medios aptos de hacer apreciables a nuestras reducidas capacidades algunas realidades que nos superan; así, somos capaces de correr a grandes velocidades, de volar como los pájaros, visitar otros planetas, ver la formación de estrellas, observar al microscopio el mundo de lo minúsculo, etc., pero en lo que atañe al hombre como ente social imprescindible, desde nuestro actuar, se arruina y se degrada la condición humana, empezando por destruir la familia como célula elemental de las sociedades.

Al respecto de este hecho social, hace unos días decía Benedicto XVI: «El hombre de hoy es considerado en clave predominantemente biológica o como capital humano, recurso, parte de un engranaje productivo y financiero que lo supera. Si, por un lado se sigue proclamando la dignidad de la persona, por otro lado, nuevas ideologías -como la hedonista y egoísta de los derechos sexuales y reproductivos o la de un capitalismo financiero sin límites, que prevalece sobre la política y destruye la economía real- ayudan a considerar al empleado y su trabajo como bienes menores y a socavar los fundamentos naturales de la sociedad, especialmente la familia».

De estas palabras de SS el Papa cabe deducir que si las artes y las ciencias, con el fin de desarrollarse desde la evidencia de la verdad, se basan en principios axiomáticos, los dogmatismos sociales no han encontrado el axioma que los impulse hacia el progreso humano y el hombre sigue siendo el depredador del hombre. Entiendo que la razón del problema radica en que solo existe un principio incuestionable para el desarrollo social, una clave que se define con tres palabras: paz, amor y justicia. Y todos los demás bienes vendrán por añadidura.