El descrédito de las personas pilladas en vergonzosos saqueos no se agota en ellas mismas. Desde el momento mismo de la imputación, con prisión preventiva o no, polucionan peligrosamente su entorno y lo cuestionan incluso antes de las resoluciones judiciales. Es sintomático el daño causado por Urdangarín a la familia real, por no hablar de la institución monárquica. Díaz Ferrán pone bajo sospecha a todo el estamento empresarial del que fue aplaudido presidente hasta que sus maniobras pornofinancieras empezaron a heder. Ahora esta muy bien en la cárcel, con una fianza de 30 millones que es la adecuada al patrimonio que amasó mientras llevaba grandes empresas al crac y dejaba a miles de empleados en la calle. Muchos homólogos sufrían y sufren el trauma de aligerar costes reduciendo plantillas, para resistir la crisis sin echar el cierre ni dar finiquito a todos los trabajadores. Mientras tanto, su expresidente -no un cualquiera- iba a la quiebra fraudulenta y se acogía al buitrismo liquidador. Perfectas, pues, las fianzas fijadas a estos carroñeros si pretenden recobrar la libertad que no merecen. Y aldabonazo a los entes empresariales, que deberían someter a purga sus cuadros rectores al menor indicidio de corrupción y antes de la primera cita judicial. Nada se prejuzga aquí. Simplemente, se advierte.

Estas cosas son buenas para depurar el costumbrismo trincón de este doliente país. Las purgas no son privativamente stalinistas. La derecha española las practica con más desahogo que la pseudoizquierda. Véase lo que ocurre en la Generalidad Valenciana, donde Fabra acaba de liquidar el último vestigio de la administación Camps, al igual que éste hiciera con la de Zaplana, tres barones del PP sin sombra de izquierdismo en las respectivas trayectorias. El compromiso con el humanismo social hace más atractiva la política, y es obvio que su influjo en los cuadros del poder paliaría el desdichado lugar de sus pacticantes en el ránking de las preocupaciones del pueblo. Pero en ciertos casos puede ser un lastre para la buena fama de los que mandan. Otro hubiera sido el final del felipismo con una buena purga de ministros y barones en el momento procesal oportuno. Y distinta sería la fiabilidad de los cargos de cúpula si congelaran en sus filas a todos los imputados desde el instante en que lo son.

La lucha anticorrupción iría más rápida con estas colaboraciones de parte. Y mejor ahora, cuando la motivada repulsa de los operadores jurídicos al ministro Gallardón -persona «non grata» para todos los abogados, amén de otras «condecoraciones» otorgadas por jueces y fiscales- hace declinar los respetos del «tercer poder» al «primero», con buenas perspectivas para la reactivación de los casos Gürtel y demás tropelías de la derecha o la pseudoizquierda. Al igual que el organismo humano, las purgas purifican el organismo empresarial y el político. Ojalá sea ése el camino de la contrarreforma que viene.