Cuando estudiaba quinto curso en el Seminario de Zamora un profesor llegó a decirme un día -no recuerdo por qué-: «Eres el tío más raro que he conocido». Y llevaba él muchos años de profesor. No paré mientes, entonces, en juzgar la visión del profesor sobre mi manera de ser; con los años sí ha habido ocasiones en las que he reflexionado y he dado la razón al bueno del profesor aquel. En la prensa zamorana ha tenido importancia extraordinaria los pasados días el asunto tan importante, que ha merecido varias intervenciones en la vida ciudadana, de lo que se llama -con mayor o menor acierto- «violencia de género»: (el «género», como la «especie», no maneja armas). Desde que comenzó a ser frecuente el fenómeno, yo hice del mismo un tema de mi reflexión personal; sin embargo poco manifestada y siempre en círculos muy íntimos. Pretendía penetrar, siquiera someramente, en el estado psicológico del presunto violento y su reacción ante las resoluciones -en mi pobre opinión, no por completo acertadas- de las leyes y los jueces. El sentir general, manifestado en la prensa de toda España y en todos los foros de opinión, era que no había «vuelta de hoja»; el violento, por su carácter o cualesquiera otras circunstancias que se dieran, era culpable, sin más; y el caso no admitía paliativos ni posibilidad de atenuación. Yo, en cambio, me permitía interpretar la actuación del violento y enjuiciar la poca consideración -siempre, repito, desde mi punto de vista- que las leyes y los jueces intervinientes parecían tener de una benévola interpretación de lo sucedido. Yo pensaba, en primer lugar, en la manifiesta injusticia que supone, para un árbitro objetivo e imparcial, que, si el violento es el hombre, comete un «delito»; si, por el contrario, la violenta es la mujer, comete solo una «falta». Dejando a un lado ese juicio sobre la justicia de la disposición legal, pasaba yo a considerar el posible estado anímico del hombre. Me imaginaba a un hombre, sobre todo si su edad era relativamente avanzada, al que la decisión judicial sentenciaba a abandonar su casa, que había constituido el fruto de una vida de trabajo, ahorro y sacrificio. Le imponía también unas obligaciones pecuniarias, a veces excesivas para su posibilidad o para su completa imposibilidad. A esto se añadía el malestar que conlleva ver el bien, del que se le ha despojado, en poder de la señora y, probablemente, de otro hombre que ocupara su puesto? En mi imaginación se presentaba lo que hemos leído en uno de los libros de don Mario Conde: aquel hombre que había «levantado» una cantidad millonaria y cuando el señor Conde le preguntó si compensaba ir a la cárcel por una cantidad de dinero, él le contestó: «Don Mario, de aquí, se sale; del hambre, no hay quien salga». Trasladando esto al «separado», al que han despojado de sus bienes y hasta lo han condenado a estar lejos de su casa y de aquella persona (o personas) a la(s) que ha amado -y, acaso, la(s) ama todavía, a pesar de todo-, resulta un punto de comprensión que abarca el hecho delictivo, que (¡esto resulta repugnante!) se saldaría con unos años de reclusión después de los cuales podría recuperar los bienes perdidos. Seguramente para muchas personas es «raro» este razonamiento. Pero yo invito a esas personas a que examinen lo que está ocurriendo ahora con inusitada frecuencia y de lo cual tenemos un ejemplo tan reciente que ha ocurrido el 29 de noviembre. Todas estas personas que han sido sometidas al desahucio de su casa o su pequeño negocio; y no han resistido el impacto de la desgracia, por lo que han acabado con su vida; y, a veces, hasta con la vida de la cónyuge que quedaría sometida al desamparo. Incluso alguno de estos últimos puede pensar en la carga que su indigencia podría suponer para sus familiares. Pensemos en las previsoras «notas» de los provectos granadinos fallecidos en estos días, asesinada ella y suicidado él, para -en su opinión- no constituir una carga para sus hijos, que no han podido comprender tal resolución, porque piensan que sería dulce carga la de atender a sus padres. Mi conclusión de todo esto -admito que puede ser una «rareza» de las mías- es que todas estas muertes de los desahuciados podrían confirmar mi opinión sobre el desenlace, no explicado, de los que son tildados de «violentos de género».