Espoleada la Real Academia Española por la magnífica edición inglesa del Quijote, apadrinada por el barón de Cartered, inicia en 1773 una nueva, con gran entusiasmo. Encarga una biografía de Cervantes a Vicente de los Ríos, y queriendo emular gestos literarios, pone en marcha la búsqueda de un retrato del Manco. Tiene conocimientos de que el conde de Águila posee uno y este sugiere que en efecto, y que a él se lo vendieron como Alonso del Arco.

La sorpresa fue mayúscula, cuando los académicos se encuentran que es el mismo de Kent.

La Academia Española consultó a la Academia de Bellas Artes de San Fernando y dos académicos de la misma, don Antonio González y don Andrés de la Calleja, declararon que «el retrato es mucho más antiguo que la estampa» de Kent, y que el estilo de la pintura pertenece a la escuela de Carduccio y Eugenio Caxes, ninguno de ellos contemporáneo de Cervantes.

En cualquier caso, y a tenor de lo que aquí nos ocupa, yo no hubiera seleccionado como comentario este dudoso cuadro de Alonso del Arco, si no hubiera servido de modelo para la estatua que remata el monumento dedicado a Cervantes en la plaza de las Cortes de Madrid, obra del escultor Antonio Solá, realizada bajo los auspicios del rey Fernando VII y gracias a la iniciativa del duque de San Fernando. A tal fin trató el duque de pedir permiso a S.M. para abrir una suscripción entre la Grandeza, contestándole Fernando VII: «que él mismo mandaría hacer a su nombre».

Rius y Llosellá (1905) dice textualmente refiriéndose a la bella imagen de esta escultura: «La vemos, así; ese es Miguel de Cervantes; bien lo dice ese noble semblante; esa frente espaciosa; esos ojos llenos de fuego del genio, ese porte franco y gallardo que bien revela al hombre de armas y de aventuras, y ese traje español del siglo XVI? En la mano derecha tiene un rollo de papeles, indicio de que es el literato; y apoya la siniestra mano en el pomo de la espada, para significar su profesión de soldado? Y obsérvese la sagacidad del escultor; ha cubierto esta mano con un borde de la capa a fin de no mostrarla estropeada».

Salvador Betti, secretario perpetuo de la insigne y pontifical academia romana de San Lucas, en octubre de 1836 publica en «Notizias y Papeles Relativos a Cervantes» unas breves consideraciones acerca de la estatua de Solá, que me resisto a no incorporar aquí: «Loor al Sr. Solá, el que con tanta verdad y perfección del arte nos hace ver la imagen de este famoso escritor. Lleno de una sublime imaginación está en actitud de mudar el paso: actitud que no podía con más facilidad y maestría mostrarse por el artista. En la mano derecha, tiene un lío de papeles, muestra de un literato: la izquierda la tiene sobre el puño de la espada en prueba de su profesión militar y nobleza de sus antepasados; y para ocultar la imperfección de esta mano a causa de una herida de arcabuz que en ella recibió en la batalla de Lepanto, Solá ha tenido la singular idea de cubrirla con un pliegue de la capa, conservando de este modo todo lo perfecto, sin exponerse a la censura de los que exigen la verdad».

La Sociedad de Amigos de Bellas Artes de Ginebra publicó en 1825 un grabado, al pie del cual se leía: «Pintado por Velázquez. Dibujado y grabado por Bouvier. Cervantes, según el cuadro original perteneciente a la galería de M. Briere».

La cosa no parecía tener mucha lógica, pues para que Velázquez hubiera podido pintar a Cervantes, ambos deberían ser contemporáneos, pero resulta que cuando don Miguel murió, Velázquez tenía 17 años. Para armonizar la manifiesta disparidad de fechas, los entusiastas defensores del velazqueño cuadro consideraron que no se trataba de un retrato hecho directamente del natural, sino copia de otro de Pacheco.

En todo caso, las características del retrato abogaban poco por la veracidad del que allí representado fuera Cervantes: pelo largo -que en esos tiempos no se llevaba-; nariz hipertrófica; etc?; pero existía otro dato, y es que en esos 17 años comunitarios en el tiempo Cervantes-Velázquez, el primero los vivió en Madrid o Valladolid, y el segundo en Sevilla.

Por lo tanto, después de un período de luces y miradas generosas en torno a descubrimiento de tamaña catadura, vino un período de sombras y de olvido. Pero las cosas, que en este mundo de mentiras y verdades a medias se prodigan con frecuencia, comenzaron de nuevo a relucir, ante la intervención de un personaje singular, un refugiado español, Eugenio Aviraneta, que contemplando el retrato en Lausana sufrió un ataque de alucinación y, extasiado, lloró de emoción. Impulsado aceleradamente por su triste romántico, lo voceó en todas las direcciones, pero defendiendo que el cuadro no era de Velázquez, sino de Jáuregui y que sus perfiles se ajustaban «in toto», al autorretrato de Cervantes del prólogo de las Novelas Ejemplares.

Pero a todo esto el retrato estaba en Lausana; entonces cabe preguntarse con toda lógica cómo habría llegado hasta allí desde España, que fue donde lógicamente hubiera sido pintado por Velázquez o Jáuregui.

Todo es sencillo cuando existe dinero y tendencia sublime a la notoriedad y al descubrimiento. Quien rezaba como dueño del retrato era monsieur Briere; ¿cómo enlazar todo este jeroglífico?

El cuadro pintado en Sevilla lo tiene en Lausana un tal monsieur Briere. Parece ser que las cosas ocurrieron porque un antepasado de este buen hombre, avispado intercambiador de telas de seda por telas pintadas, encontró, en una estancia del Palacio Real de Madrid, arrinconados, varios cuadros. Y ya podemos imaginar cuál era uno de los arrinconados, y lo que tardó el listo mercante en coger el retrato y llevárselo para Lausana.

A principios del siglo XIX, Fernando VII se enteró de que en Lyon había un cuadro de Cervantes y, ni corto ni perezoso, encargó al conde de Cabarrús lo comprara y trajera para España. Puesto en contacto el conde con monsieur Briere, cerró trato para devolver al Palacio Real, por cinco mil duros, lo que de él se había sacado por unas piezas de seda.

Coincide esta circunstancia con la invasión francesa, y la compra no cristaliza. Muerto Briere, su sucesor y heredero se fue a vivir cerca de Lausana, en cuyo museo depositó la pintura.