Nada menos que cuatrocientas noventa veces hay que perdonar al prójimo; jamás se debe negar el perdón a nadie; no en vano, al recitar el Padrenuestro, perdonamos todas las ofensas sin distinción de ofensores. En su «Diccionario Filosófico» Juan Zaragüeta considera el perdón como un estado de ánimo en que una persona agraviada se siente desagraviada en orden al agresor; tal vez por ello resulte más fácil perdonar que pedir perdón. Pondera el filósofo citado la importancia del perdón como actitud provechosa para la convivencia social. La doctrina cristiana del perdón es una aportación esencial a las relaciones humanas y por ende a la política, pues es muy distinta la que perdona que la fundamentada en el rencor. Así las cosas, parece lógico preguntar: ¿Cuántas veces debe perdonar el político a su rival?

¿Estamos obligados a regalar cuatrocientos noventa perdones a políticos que ni confiesan culpas, ni muestran arrepentimiento, ni están dispuestos a resarcir los daños ni se comprometen a la enmienda? En más de un caso el perdón podría resultar contraproducente, porque el perdonado se creería con licencia para continuar su carrera de errores, tropiezos o maldades.

Desde el soberbio Olimpo de la intelectualidad y presumiendo de ingenio incisivo y fácil, la vicesecretaria general del atribulado PSOE, se ha permitido aleccionar al respetable sobre el perdón y el castigo. Si en este país, hasta el más tonto hace relojes, una encumbrada política de conocido currículo universitario bien puede permitirse gratificantes incursiones en el campo florido de la Gramática y aportar novedosas doctrinas de moralidad pública. Y bien, doña Elena Valenciano ha declarado que perdón y castigo son términos «un poco catolicones». Doña María Moliner que de Gramática sabía, por lo menos, tanto como doña Elena, define «catolicón» como aumentativo despectivo de católico. Ciertamente la frase entraña una ofensa gratuita, falsa e injusta que los católicos perdonarán sin dudarlo puesto que son perdonadores por mandato, vocación y oficio. Pero en este caso han sido ofendidos la inteligencia y el sentido de las gentes. La duda parece estar en dilucidar si es conveniente y oportuno dar con la condena cierta inmerecida categoría a estúpidas vanidades, propias de líderes a medio cuajar, quizá trastornados por los inmisericordes rifirrafes no solo entre rivales sino también entre correligionarios políticos.

Siempre es arriesgado meterse en juicios de intenciones; ni la Iglesia se atreve. Sin embargo, no parece descaminado el comentarista que atribuye la «boutade» de Elena Valenciano al propósito de desactivar el « vídeo del perdón» programado, protagonizado, realizado y publicitado por cachorros del PSOE, más o menos talluditos. No se ocultan los «Bellidos» de la trama, se adivina el impulso y es seguro que atando cabos, pronto será descubierto el inductor que acaso no sea otro que el que supone el avispado lector. En indagatorias semejantes, hay que olvidarse de «buscar la fémina»; es seguro que se acertará interrogando al más ambicioso de los intrigantes, porque no se avergüenza de hacer gala constantes de sus aspiraciones. Hay quien dice que el «vídeo» de marras ha resultado un fiasco. Es obvio que no han pedido perdón los que están obligados a hacerlo. La confesión de las culpas es un acto personal que nadie debe hacer valiéndose de terceros. Por otra parte, en el vídeo de la supuesta confesión socialista no se pide perdón por culpas ciertas y estimadas de la mayor gravedad por el sufrido personal; han vestido el mono únicamente a su conveniencia, con ropajes que ocultan los pecados mortales y descubren los livianos. Con proceder tan torpe y engañoso, un político no puede esperar cuatrocientos noventa perdones; la verdad es que su engañosa soberbia no le permite pedirlos. ¿Cree Elena Valenciano que la humildad es también un término exclusivamente «catolicón»?