Sí, hablo de Agustín ahora tras su reciente muerte y de forma inequívoca solo puede tratarse de Agustín García Calvo. Y lo digo sin poder presumir de haber tenido amistad con él, a pesar de tantos encuentros y coincidencias en esta pequeña ciudad en la que nacimos y crecimos y por ser testigos permanentes de las idas y venidas de todo personaje capaz de alterar el encaje de la ficha del juego sellado ciudadano.

No voy ni siquiera en hacer un repaso de los saberes múltiples que expresan la compleja y rica personalidad de Agustín. Por tanto solo me remitiré a los recuerdos que me suscita su figura, cuando participaba en la vida de la ciudad. De familia conocida, ya despuntaba como poeta según decían los más ilustrados. Lo que sí trataré es de referirme a algunas de sus publicaciones que tuvieron especial interés para mí y que, de alguna manera, me han acompañado a lo largo de mi vida y vuelvo a ellas una y otra vez, repensando estos recuerdos que enriquezco con la memoria de nuestro pasado.

Las primeras imágenes que tengo de Agustín son por las calles de Zamora, con alumnos del Instituto Claudio Moyano. Un mozo aseado y circunspecto acompañando a su padre, un señor con gafas de arillos dorados que le daban cierto aspecto clerical. De Agustín ya se veía que poseía una acusada personalidad y hasta una incipiente intelectualidad. Las gentes con las que se le veía normalmente eran los compañeros del instituto. Este centro de enseñanza tenía un prestigio acreditado, debido a su cuadro de profesores. Recuerdo algunos como don Ramón Luelmo, Coleman, Carvajal, don Pepito Colomina que imponían respeto a un pipiolo como yo cuando hice el examen de ingreso en el Bachillerato. Hay que advertir que entre Agustín y yo no había gran diferencia de edad pero como a veces pasa entre promociones, una diferencia de dos cursos otorga a los mayores una diferencia que se conserva para el resto de la vida. En el grupo de alumnos cercanos a Agustín estaban Cortés Vázquez, Manolo Ballesteros y algún otro más que no recuerdo en estos momentos y pronto se acreditaron como gentes de pensamiento y de las humanidades. Claudio Rodríguez también salió de las filas del instituto pero unos años más tarde. Como a mí me metieron mis padres interno en Valladolid, me convertí casi en un exiliado que trataba de ponerse al día durante las vacaciones contactando con mi grupo de amigos, también alumnos del instituto. Los más jóvenes mirábamos con admiración a estos mayores que componían poesías y ya se hacían notar hasta por su léxico profesoral. Nosotros, más atrasados, hablábamos de literatura, de los clásicos españoles, si acaso llegábamos a los modernistas como Rubén Darío o Bécquer. Pero lo que rompió los esquemas que teníamos sobre la impronta cultural de estos mayores fue cuando Agustín y sus corifeos organizaron un cortejo para saludar el comienzo de la primavera, al estilo de las saturnales romanas, que se dirigió al río y allí desarrollaron una ceremonia de tipo pagano, que ya Agustín se habría documentado para hacerlo de acuerdo con los cánones apropiados. Este cortejo hizo disparar toda clase de murmuraciones en la ciudad. Nosotros, jovencillos celosos y con cierta malicia, preguntábamos cuestiones de detalle secundarias, de cómo se habían procurado las bacantes, si bebían vino o sangría, pues todo ello aseguraría el jolgorio que debería tener la ceremonia. Lo que sí era cierto es que los que vivíamos por San Torcuato veíamos esperar en la calle a Agustín todas las tardes a que saliese una moza rubia que por mor de la cosa fluvial haría seguramente de ninfa Egeria, diosa de las aguas en el festejo. Ir al río entonces no es como ahora bajar a Los Tres Arboles, pieza inocente de la naturaleza donde van los deportistas a nadar o a entrenarse con las piraguas. Antes estaba mal visto por las familias porque todo lo que no fuese ir de gira toda la familia con la tortilla, era objeto de sospecha y condena. Solo quedaba el recurso de poder alquilar unas barcas y así hacer algo de ejercicio y comer de paso unos pececillos fritos, acompañados siempre por gente de orden y respeto. Recuerdo haber bajado con mi familia pertrechados en plan de exploración africana y para lograr asentarnos todos en la pradera, ya que éramos tribu más que familia, era preciso atravesar un regato por lo que un tío mío cogió a mi abuela en brazos y dio un salto hasta la otra orilla sin que a ella se le alterase una onda del peinado. Fue el momento de mayor emoción de toda la jornada en contacto con la naturaleza. Otra situación también execrable era exponerse en traje de baño ya que era propio de gente ordinaria. Para Agustín y su cortejo estos dimes y diretes propios de beatas les tenían al fresco. Si los más jóvenes reclamábamos ceremonias divertidas como la que habían desplegado estos alumnos mayores, nuestros celosos guardianes nos replicaban que para comitivas y desfiles ya teníamos la Semana Santa.

Agustín era una persona que estaba muy arraigada a su familia, ya fuese con su padre o con sus hermanas, y frecuentemente se les veía juntos por la calle Santa Clara, vía de encuentro frecuente entre los capitalinos. La belleza y la compostura de sus hermanas nos confirmaba que hasta en los detalles, en esa familia, se notaba la influencia del clasicismo. No era nada extraño pues Agustín se estaba convirtiendo en un latinista y helenista ocupado en la traducción y comentarios de los autores clásicos de la Antigüedad. Puede parecer paradójico que la mayor parte de su obra poética se desarrolle con formas de composición de tipo popular tales como canciones, romances y reclamaciones. Probablemente a Agustín le preocupaba que todos sus conocimientos tuviesen vías accesibles para su arraigo y comprensión entre el pueblo.

Familia, pueblo y clasicismo componen el cuerpo y alma de Agustín. Me sigue fascinando un libro suyo pleno de amor por su padre y que lo llama Endechas, género literario propio para lamentación, duelos y lloro de las penas. El libro tiene por título «Un relato de amor». Tenemos antecedentes de este género en España, como «Coplas a la muerte de mi padre» de Jorge Manrique o «Elegía a Ramón Sijé» de Miguel Hernández.

En los dos casos citados tiene otro sentido el duelo al cómo se expresa Agustín. En la elegía renacentista el dolor queda configurado por la belleza de la forma de su lenguaje. Se puede decir que es una verdadera oración fúnebre. En el caso del poema de Miguel Hernández, el duelo se enmarca en la escena de entorno rural, tan pegado a su amigo ¿A qué suena lo de «pajareará tu alma colmenera»?

En las Endechas de Agustín, la altura y persistencia del sentimiento alcanza cotas que yo nunca había experimentado en lectura alguna. Y se encuentra cierto tono heroico como el de los poemas griegos. Aun no llevando la comparación directa como el del encuentro de Aquiles, en una escena de máximo dolor ante el cuerpo de Pratoclo de la guerra de Troya, Agustín no vive el hecho trágico de la muerte de su amigo en una batalla. Solo inicia el lamento con toda la tristeza del mundo ante la pérdida del padre muerto. Este nivel de efusión amorosa creo que es más propia de un místico como san Juan de la Cruz. Es un tema atractivo que hay que dejar que los expertos nos lo aclaren.

En este libro de Endechas rebosa todo su texto las muestras del cariño que siente por el padre. En el recorrido que hace a lo largo de su propia vida y en presencia de la figura del padre, se da toda una impregnación en todos los aspectos del presente con los recuerdos, los objetos cotidianos, detalles que jalonan un amor filial de tanta altura por la actitud de adoración y la intensidad con que trasluce este sentimiento. Es una pasión tan elocuente que no tiene parangón. Agustín, una y otra vez, se dirige desde el texto a su padre. La forma de cómo le llama y con el sentido que tienen aquí estas palabras tan solícitas, tan implorantes y que repite: «señor de mi amor».

Yo no dejo de repetirme en mi interior como Agustín la queja amorosa en su soledad e intento revivir el sentimiento con que él vive a su padre en duelo tan hondo. En mi imaginación me represento al padre muerto en la tumba, que empieza a moverse inquieto ante la insistencia e intensidad de las llamadas que le llegan del lamento de su hijo. ¿Es que no va a ser posible el encuentro de las dos miradas por encima de las limitaciones de tierra y espacio, para que padre e hijo fundan sus seres en uno solo y para toda la eternidad? ¿Acaso no va ni siquiera este padre a poder volver su cabeza con la mirada amorosa que se extinguió en un momento con su propia vida y renacida ahora se vaya a encontrar de nuevo con la de su hijo muerto como él ?

En este libro, Agustín parece seguro de la omnipotencia de los sentimientos que le llevarán al fin al encuentro con su padre y con la firme creencia de alcanzar una inmortalidad como la que es atributo de los dioses del Olimpo. Es un poema que parece pensado para difundirse por los espacios siderales eternamente y de seguir emitiendo sus vibraciones por encima de los límites que encierra nuestra propia cárcel corporal e incluso de la materia con la que están hechos nuestros días.