A mediados de marzo de 1983, la prensa nacional recogía la noticia de que un oscuro diputado al Congreso por la provincia de Albacete había desplazado, por imposición de Ferraz, al líder de los socialistas castellano-manchegos como cabeza de cartel para los comicios que se iban a celebrar a las Cortes de Castilla-La Mancha aquel mes de mayo. El hasta entonces presidente de la Junta, el toledano y también socialista Jesús Fuentes Lázaro, que había sido elegido por el partido en el Congreso Regional celebrado pocos meses antes en Alcázar de San Juan para encabezar esa lista, se vio así desplazado de una victoria segura en las elecciones por un desconocido diputado impuesto por el aparato de Madrid. Un diputado cuyo mayor mérito había sido, hasta ese momento, muñir en la sombra la desaparición del Partido Socialista Popular de Enrique Tierno, partido en el que había militado con anterioridad. Pese a lo taimado de la maniobra, el nuevo candidato no tuvo reparo en asegurar a la prensa que había rechazado en primer lugar la oferta, si bien había decidido finalmente aceptarla «haciendo constar la carga y el sacrificio personal que esto supone para mí», declarando «que no he movido ni un solo dedo por ser propuesto para presidencia».

Casi treinta años después de aquella actuación, fraguada a espaldas no solo de gran parte de los socialistas de la región sino también de la opinión pública y, coincidiendo con la salida de ambos personajes de la escena política, es este un buen momento para reflexionar sobre las diferentes maneras que existen de concebir el servicio público y para intentar comprender cómo hemos llegado a un nivel tan alto de desconfianza hacia los políticos. Para intentar comprender cómo ha sido posible que en un país en el que la democracia se disfruta desde hace apenas tres décadas, la clase política sea una de las principales preocupaciones de los españoles.

La trayectoria y el perfil de ambos políticos, la de Jesús Fuentes Lázaro y la del abogado manchego, nos puede permitir analizar qué tipo de personas han acabado haciendo de la política su profesión, y qué tipo de políticos acabaron triunfando en la escena pública. Cuando uno los compara en detalle, se da cuenta de que las características personales de uno y otro siempre fueron muy diferentes: si uno de ellos era un político de esos que se denomina transversal, capaz de adaptar su discurso a cualquier auditorio, el otro era un hombre serio que buscaba transformar desde la izquierda, (quién no ha sido joven alguna vez), la región en la que nació. Podemos decir que si a uno lo único que le preocupó siempre fue ganar las elecciones y ejercer el poder (cosa que hizo, con mano de hierro por cierto, durante años), a Fuentes siempre le preocupó, más que ganar batallas, saber para qué las planteaba. Y es que si uno quería el poder para mandar, el otro siempre soñó con ejercerlo para transformar. En este sentido, sus trayectorias personales son sintomáticas: si al manchego le ha gustado rodearse en su vida pública de esos que podemos considerar como la farándula en sentido amplio, esa que merodea a diario por la televisión en nuestro país (y no hay más que recordar lo vistosa que fue su toma de posesión como ministro), Jesús Fuentes siempre ha buscado la compañía de otro tipo de personas: científicos, pintores, hombres de letras... personas con los que, sospecho, siempre se ha sentido más cómodo que al lado de las personas de partido, esas personas que solo exigen obediencia ciega y que no permiten que nadie cuestione sus decisiones.

Ahora que hemos crecido y nos hemos instalado en el desencanto hacia la vida pública, ahora que miramos con desesperanza a nuestros políticos, creo que la figura de ambos es un buen espejo para comprender en qué momento la democracia española empezó a darnos la espalda a los ciudadanos; en qué momento empezamos a dejar de reconocernos en nuestro sistema político. En qué momento los partidos comenzaron a orillar a la gente valiosa que se hacía preguntas y decidieron quedarse sólo con aquellos a los que no les importaban ni las preguntas ni las respuestas. En qué momento, en fin, nuestra élite política decidió que la acción pública no era una herramienta para transformar sino un medio para vivir. Y para vivir bien, por cierto.

De aquellos polvos vinieron estos lodos y ahí empezó a consolidarse un perfil político de perfil gris, nula cultura y escasas inquietudes, que habita en todos los partidos y cuyos únicos méritos proceden de practicar con entusiasmo la obediencia ciega en unos casos y el populismo más chabacano en otros.

A la gente como Jesús Fuentes se los invitó a marcharse. Su derrota lo condenó para siempre al ostracismo político; una suerte de exilio interior al que tan caros hemos sido los españoles durante los últimos siglos. Porque la gente que tiene criterio propio parece condenada, en todas las épocas, a estorbar. Y es que cuando los españoles decidimos que la ejemplaridad, en política, era un valor superfluo, comenzamos a transitar sin darnos cuenta por una vía peligrosa cuyo punto de llegada vislumbramos ahora a lo lejos, cuando quizá ya sea demasiado tarde para dar marcha atrás.

En uno de los pasajes más brillantes de la «Leyenda del César Visionario», la que quizá sea la mejor novela de Francisco Umbral, un Hitler apócrifo reflexiona sobre la muerte del líder golpista Emilio Mola pensando en voz alta: «Mala, qué gran pérdida para España. Mala era el jefe. Franco está en la Historia como Pilatos en el Credo». Cuando uno mira los últimos treinta años de esa comunidad de papel que ha resultado ser Castilla-La Mancha, no puede dejar de pensar, suspirando, que Fuentes era el hombre y que, sin embargo, el que pasará a la historia será el otro. Aunque también es verdad que lo hará como Pilatos en el Credo.

(*) Miembro de la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio de Doctores y Licenciados en Ciencias Políticas y Sociología