Cuando le dieron a Carlos Fuentes el premio Príncipe de Asturias de las Letras trajo consigo a Oviedo a muchos de los amigos que simbolizaban su pasión por la relación humana como sustrato de su vida cotidiana.

Era 1993; Fuentes todavía no había padecido las dentelladas que luego le hicieron el alma más recóndita, pero había en aquella abundancia de abrazos que se trajo a la capital de Asturias como la ambición de no estar nunca solo.

Él no lo dijo, no lo diría nunca, pero en ese semblante triunfador del hombre de 1993 había ya un trasunto del penúltimo que vi, en Londres, con el doctor Ricardo Lagos, hablando del mundo, de lo mal que está hecho el mundo. Fuentes no era el mismo que en 1993; era 2011, y el mundo, su propio mundo, se había resquebrajado ya por donde más le dolía. Pero él no lo dijo, no lo diría nunca. En Buenos Aires, anteayer mismo, dijo que tenía demasiados proyectos como para sentir cerca la necesidad de decir la palabra muerte. Pero la palabra muerte estaba sin duda incrustada en la peor, en la más real, de sus fantasías. La fantasía de la vida.

Pero vayamos a 1993 y a la continuación de su relación con la vida, que en algún momento le enseñó dientes feroces. La vida cotidiana iba por un lado, pero su voluntad de escritura iba por otro. Podían pasar catástrofes, pero había una fuerza íntima en este escritor indesmayable para superar sin rasguños el enorme perjuicio de vivir. Como si cabalgara sobre un muro lleno de cristales rotos, Carlos Fuentes tomó la literatura como un estandarte y venció aquellas batallas sin decir que las estaba librando, como si se las embolsara en la triste magnitud de su congoja secreta. Para tener esa actitud, para superarse a sí mismo y aparecer por las mañanas sin enseñar los rasguños del alma, tuvo aliados poderosos, sus amigos. A aquel encuentro de Oviedo vinieron simbólicamente algunos, pero uno que viniera ya simbolizaba para él lo que buscaba fuera de sí mismo: el abrazo, el abrazo del hombre, el abrazo de la identidad más íntima de la literatura con la más íntima de sus ambiciones: seguir escribiendo aunque la marea y el tiempo estuvieran en su contra. Por eso se salvó de los saldos de la vida, de las heridas que fabricó el destino para torcerle su voluntad. La amistad, en algún momento, le quebró la mano a la desesperanza. Y aunque su elegancia nunca dejó vislumbrar la magnitud de las heridas (la muerte de sus dos hijos fue la noticia de la que ni él ni Silvia Lemus, su mujer, se recuperaron nunca), es cierto que el tiempo le fue apagando, hasta ayer mismo, el semblante siempre entusiasta de este atleta de la literatura. Aquellas muertes fueron decisivas en el ámbito de su melancolía; ya Fuentes no podía ser el atleta, era el hombre del corazón a punto de ser vencido. Pero no lo iba a decir. No lo diría nunca.

Vinieron muchos a Oviedo, pero sobre todo allí estaba Gabriel García Márquez, que entonces lo seguía a todas partes porque también Fuentes le seguía. Eran dos amigos seguros, entrañables. Ese era su amigo del continente, y tenerlo junto a él le daba seguridad y destino. Siempre recuerdo el momento en que Fuentes recogió el galardón de manos del príncipe de Asturias. García Márquez sacaba las manos hacia afuera, haciendo muy notorio su aplauso. Y Fuentes lo miraba desde el estrado. Más que aquel premio, el viaje de Fuentes por la vida precisaba de ese reconocimiento que sonaba. Ahora que ha muerto Fuentes acaso escucho mejor la dimensión de ese reconocimiento que él hizo de su amigo cuando éste ganó el Nobel: lo ganó Gabo, lo ganamos todos. Así soslayó siempre sus desencantos, con la elegancia que ahora le ha sellado los labios.