No sería honesto considerar farisaico el inveterado discurso de Rajoy (en papel de candidato) sobre los impuestos, resultaba convincente porque manifestaba seguridad en lo que entonces afirmaba y ahora parece negar con su acción de gobierno. La contradicción es patente, pero comprensible: obligan circunstancias imperiosas, previstas o sobrevenidas. A ningún gobernante le gusta hacer de tripas corazón y engullir el sapo de la forzada incoherencia política. De ahí la lógica insistencia del presidente pepero en afirmar que su política actual es la única posible para sacar de la crisis, tan larga y tan dura, al país. Por más empeño que pongan en negarlo demagogos callejeros, las experiencias de gobiernos anteriores no solo resultaron fallidas sino contraproducentes, basta con abrir los ojos libres de telarañas para verlo, es más, la situación se ofrece con tal evidencia que podría detectarse con los ojos cerrados.

Cuando se conoció la composición del gabinete de Rajoy, más de un comentarista ponderó la preparación académica y profesional de los ministros en notorio contraste con algunas acreditadas medianías de gobiernos anteriores. El supuesto hizo concebir esperanzas en el pueblo, voluble por naturaleza, se enfría en cuanto se figura algún motivo desconcertante, y todo impuesto lo es. En efecto, hasta ahora el Gobierno se ha centrado exclusivamente en la imposición de gabelas y tributos, que justifica como requisito imprescindible para llevar a cabo el programa electoral. Entones, ¿habrá que esperar a que el equipo de Rajoy demuestre su verdadera categoría? Para imponer tributos basta la voluntad política del mandatario dispuesto a arrastrar o burlar la protesta de los indignados pecheros. Conviene recordar el aviso evangélico: «¡Ay de vosotros, legisladores que castigáis a los hombres con cargas que no pueden sobrellevar!». Y un conocido epigrama decimonónico advertía que el pueblo, cansado de gabelas, temía que algún día se le cobrara por respirar. La carga insoportable de los tributos ha sido causa de la ruina de grandes imperios, como con razón recuerdan algunos doctrinarios del liberalismo.

Alarma, aunque no sorprenda, el movimiento ciudadano contra el peaje de las autopistas, desatado en Cataluña y, según se dice, admitido o favorecido por el independentismo. Alegan los insumisos que las autopistas han sido pagadas y repagadas con creces a lo largo de muchos años, acaso no les falte razón en el quid de la denuncia pero les falte en el modo de expresarla. El Gobierno, al que no se le puede negar facilidad para este tipo de ocurrencias recaudatorias, amenaza con imponer un peaje de cuantía «discreta» en las autovías. Esto, me argumenta un paisano, significa que para ir de Zamora a Madrid -y viceversa- tendré que retratarme en las taquillas de la autopista y de la autovía, esto es, pagaré por todos y cada uno de los kilómetros del recorrido. ¡Como para que luego nos asombren los afanes expropiatorios de don Evo Morales y camaradas del puño siniestro al cielo! Es cierto, como cuenta mi interlocutor, que pagará dos veces por la utilización de la autovía: con el impuesto, ciertamente abusivo, sobre la gasolina y con el peaje: «Bis per ídem»; «más a más», que traduciría el insumiso de las autopistas de Cataluña y es muy lógico, comprensible y plausible que los paganini se rebelen contra la política del «a más de, más», saben que el aguante no es ilimitado, contra el vicio de pedir, la virtud de no dar. Por otra parte, en alguna ocasión opinó Rajoy que ciertos impuestos provocan desánimo en el consumidor y en consecuencia, se reducen los ingresos públicos. Entonces, aplíquese el cuento y ponga límites a la vocación de su gobierno. Tal vez, es tiempo ya de que componga en la otra clave. Al menos, intente alternarlas.