Se ha hecho proverbial la frase aristotélica referida a la virtud: «En medio está la virtud». La experiencia y consideraciones, sobre todo de tipo teológico cristiano, referidas, especialmente, a las tres virtudes «teologales», hicieron corregir a Aristóteles precisando: «En medio está la virtud, cuando los extremos son viciosos; pero, si son virtuosos?». Y se pensó en que la fe, la esperanza y la caridad son más que admisibles hasta el extremo; incluso son recomendables. Pero, dejando a un lado esas excepcionales virtudes, la frase aristotélica puede aceptarse como norma ejemplar de vida. Y realmente los excesos suelen ser reprobables como actitud normal de los hombres y de los pueblos. Cuando una persona o una sociedad entera incurre en el exceso en sus pretensiones o acciones, son consideradas como abusivas tales exigencias y se rechazan como algo que se opone al bien común, desiderátum de toda sociedad.

En España es algo bastante generalizado el particularismo o individualismo. Nos gusta vivir cada uno en su casa; si es posible, queremos que nuestra vivienda sea unifamiliar y ya el «summum» es el chalé con su parcela aislante del vecino. Nos quejamos, en la actualidad, de la crisis, la vida cara y «la subida de la gasolina». Pero, aunque sería recomendable el ahorro en ese combustible, seguimos viendo en la carretera los automóviles con un solo ocupante, incluso cuando ese viajero se dirige al trabajo o regresa del mismo y tiene vecinos que ejercen su actividad en el mismo lugar de ocupación, sea la misma fábrica o el mismo centro comercial. Es mayor comodidad dirigirse a esos centros individualmente en el propio automóvil que utilizar uno solo para varios usuarios, aunque fuera por turno, con lo que se fomentaría el ahorro. Eso lo dejamos para extranjeros tacaños. El individualismo español no recomienda tal actitud. Nosotros somos más espléndidos que todo eso y vamos «por libre» en todo.

La sociedad, por definición, es la reunión de individuos que pretenden un mismo fin y lo procuran aunando voluntades y, como consecuencia, actúan de consuno. Así, constitucionalmente, España es una nación, aunque, por consentimiento, se haya admitido su división en autonomías. La unidad exige que todas las autonomías se dirijan al bien común y que, admitiendo sus particularidades, la igualdad exija una comunidad de instituciones y que estas realicen del mismo modo el cometido que tienen encomendado. Uno de esos cometidos es la recaudación de impuestos y la distribución de caudales públicos para que el Estado, las comunidades autónomas y las instituciones municipales puedan desarrollar sus actividades respectivas. En una palabra: lo que llamamos la Hacienda Pública y la Economía. Por unas consideraciones históricas tradicionales, (más o menos legítimas, en la estimación general) la férrea igualdad ha cedido, al tratarse solo de dos Comunidades Autónomas -País Vasco y Navarra- admitiendo un Concierto Foral Especial. Pero esto que, de mejor o peor gana, ha sido admitido, sin más, por casi todos los restantes españoles, ha sido visto por los catalanes como exigible también para ellos. Y, buscando una fuerza mayor para la pretensión de los políticos, quieren someterlo a una consulta popular en su comunidad autónoma.

El Gobierno de la nación no está de acuerdo. Y debe tomar decisiones al respecto. La más sencilla y viable será oponerse a tal «referéndum particular», alegando que la Hacienda es competencia exclusiva del Estado y, por consiguiente, un «referéndum» que se refiera a la misma sólo puede convocarlo -o mejor, proponerlo o solicitarlo- el Gobierno de la nación. Otra solución (que yo llamaría «vacuna») sería decir: «¿Referéndum? De acuerdo. Pero, como se trata de un asunto que es de competencia del Gobierno de la nación y no del gobierno regional de una comunidad autónoma -la que sea-, el Gobierno de la Nación va a someter el asunto a "Referéndum" en todo el territorio nacional de España». Supongo que las catorce Comunidades Autónomas que no tienen, ni exigen, ese concierto, antes de que fuera formulada la pregunta dirían: «O todas o ninguna». Y, una vez formulada la pregunta, si sólo, como se pretende, se refería al concierto con Cataluña responderían con un no rotundo.

Creo que esa «vacuna-consulta» serviría como solución preventiva. Seguramente que otra fórmula sería proponer el concierto para todas las Comunidades. Supongo que las dos Comunidades que disfrutan de concierto histórico se opondrían a que el beneficio (no quiero llamarlo «privilegio») se extendiera a quienes no pueden alegar los «derechos históricos» que a ellos los asisten. Y los mismos catalanes no permitirían que se suprimiera «de un plumazo» esa distinción «nacionalista» que ellos reclaman.

Lo que sí puede ser eficaz es oponer a cualquier «referéndum» o consulta popular particular, que signifique reducción del vigor extensivo de un asunto general, una consulta popular -pero de todo el pueblo español- que eche por tierra las pretensiones individualistas o «nacionalistas» de cualquier Comunidad Autónoma o porción de la única Sociedad «España», indestructible de acuerdo con el artículo segundo de nuestra Constitución. Ya es hora de que se haga valer esta Carta Magna que aprobó el pueblo en diciembre de 1978. Es ridículo que en estos días, en los que hasta gastamos dinero, que no sobra, para trasladar y ensalzar la célebre «Pepa», nombre que damos a la Constitución de 1814, estemos olvidando o menospreciando el valor vigoroso que debemos atribuir a la vigente de 1978.