Decía Leonardo Da Vinci, que era muy torpe el alumno que no superaba a su maestro. Es posible. Pero a la luz de los hechos, no lo parece. Los alumnos de ahora rara vez superamos a nuestros maestros. Al menos cuando entendemos por maestro supremo a nuestros padres.

Es cierto que muchos hijos de ahora han alcanzado la dudosa dignidad de «don», merced a brillantes carreras. Pero no es menos cierto que nos hemos quedado en «din» en la carrera del esfuerzo, la generosidad y el amor.

Los padres de antes, mi padre por ejemplo, eran en eso un dechado de virtudes. Se levantaban al alba y trabajaban hasta la puesta de sol sin perder ni el surco ni la sonrisa. Al menos la sonrisa que ponían al llegar a casa, reventados como mulas.

El tiempo que les tocó vivir fue durísimo, y sin embargo transitaron sobre él como si fuera blando como un mar de plumas. Nos dieron todas las oportunidades sin pedir nada a cambio y justificaron todos nuestros errores. Los hijos de ahora, en la mayoría de las ocasiones, miran más los derechos que los deberes. Incluso llegan en casos a la obscenidad de denunciarlos por un quítame de ahí esas pajas.

Recuerdo a mi padre levantándose un día sí y otro también de madrugada para viajar a Galicia a buscarse la vida. Recuerdo las interminables noches de nieve y frío en las que, al amor de una lumbre, nos contaba de su lucha por defender el cocido de sus hijos.

Hoy parece impensable, mentira, pero hace dos días mi padre subía las portillas del Padornelo y la Canda con nieve en bicicleta, tirando de la bicicleta de su socio con el cinturón de los pantalones. Aquello sí que era sacrificio laboral y amor a la familia.

Creo que como mi padre eran todos los padres. No había derechos entonces, más que el sacrificio. Claro, eran otros tiempos. Pero no sé yo si estos, con sus avances, con su lavadora que quitó a las mujeres de lavar arrodilladas ante el dios río, son mejores.

Se me juntan las letras al pensar estas cosas. Algo estamos haciendo mal cuando estamos más insatisfechos que nunca. A lo mejor no lo tenemos todo como pensamos. A lo mejor lo que tenemos no vale tanto. A lo mejor lo que hemos perdido en el camino del «desarrollo» es lo que habíamos ganado en el sendero del cariño y el respeto familiar.

Mi suegro mismo, al que veo sentado ahí mismo, delante de mí, probablemente un poco cansado de una dura vida de lucha. Se pasó sus días levantándose a la hora de acostarse para trabajar todas las noches de Dios. Y como casi todos los padres de entonces, aprovechaba algunas horas del día para, en vez de descansar, dedicarse a otro trabajo que supliera el sueldo para pagar el piso.

Creo que fueron aquellos padres sufridos y sacrificados los que hicieron una España digna en la iniquidad de la dictadura. Dedicaron más tiempo a la lucha que a la protesta. Al bienestar de la familia que a los ingenios electrónicos, que ya no caben en casa y no dejan de pedir pan.

A esos padres, a los del ayer, quiero felicitar yo, por su abnegada lucha por sacar a su familia de la miseria. Y a los de hoy, que probablemente les gustaría ser un calco de los de ayer pero que no pueden, porque esta democracia imperfecta les ha dejado sin trabajo.

Terrible día del padre para los padres parados, que ven cómo el futuro de sus hijos se tambalea sin que puedan ayudarles. Terrible día de los hijos a los que sus padres no tienen ya moral ni para darles un beso de ánimo.

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